Me encuentro sin cesar con gentes que me dicen: “Queremos seguir a Jesús, pero necesitamos aliento y compañía. Sabemos que somos muchos, pero nos sentimos pocos y dispersos, y esta Iglesia institucional nos avergüenza ante nuestros hijos, nuestros jóvenes, nuestra sociedad. ¿Qué podemos hacer? ¿Dónde podemos encontrar aliento y compañía?”.
La escena y las cuestiones se repiten de pueblo en pueblo, de parroquia en parroquia, de grupo en grupo. No es que la situación sea nueva. Viene de los años 80, cuando los impulsos promovidos por el Concilio Vaticano II empezaron a ser sistemáticamente obstruidos por el papado y su poder absoluto. En realidad, la cosa viene de mucho antes, desde hace dos milenios, cuando el joven movimiento de Jesús fue tomando envergadura y forma: el movimiento se hizo iglesia, la fe se organizó como doctrina, el carisma se estructuró en una institución. Y la institución necesitó perpetuarse, como todas las instituciones, con todos los medios y poderes a su alcance. Y muy pronto sucedió algo que es comprensible y muy funesto: el poder contaminó el movimiento de hermanos de Jesús y dejó de ser movimiento y dejó de ser de hermanos.
Pero innumerables hombres y mujeres enamoradas de Jesús y de su evangelio nunca se resignaron. La pasión y el Espíritu de Jesús los animaban. No se creían los mejores, no se sentían héroes, no se consideraban salvadores. Solo querían ser humildes y fraternos seguidores de Jesús, aunque fracasaran. Querían vivir lo que Jesús vivió, con su misma libertad creadora. ¿Y qué es lo que Jesús vivió? Cada página del Evangelio te lo dice: la sencilla confianza en Dios de un niño pequeño y la solidaridad arriesgada de un profeta, la ternura de Dios y la compasión de los heridos. El Dios Abbá y el Reino de la liberación. Eso fue Jesús, eso vivió, y todo lo demás le sobraba. “Misericordia quiero, y no sacrificios”, advertía con los profetas a los incondicionales de la ley establecida o del culto ordenado. Y decía: “No basta decir: Señor, Señor. Dios no necesita oraciones sin fin, ni credos complicados. Dios es la Vida. Dios es confianza sencilla y compasión solidaria. Todo lo demás es secundario, e incluso baldío”.
Pasaron los siglos, mientras el mundo y las culturas giraban de luna en luna, de primavera en primavera. Las generaciones humanas se sucedieron de gozo en gozo, de dolor en dolor. Y el Espíritu de Dios acompañaba cada gozo y cada dolor. El Evangelio de Jesús nunca era un molde pasado que hubiera de ser preservado, sino una presencia que cura, consuela y acompaña hacia el futuro nuevo de Dios. La Iglesia siguió debatiéndose entre el pasado y el futuro. Llegaron los tiempos modernos y volvió a suceder lo de siempre: el peso y el poder tiraban al pasado, la carne y la palabra, el “Espíritu y la Esposa” empujaban al futuro. Incontables cristianas y cristianos, incluidos teólogos y obispos, dijeron: “Abramos la Iglesia al mundo moderno, pues es mundo de Dios. Abrámonos al Espíritu y al Evangelio presentes en la Ilustración moderna, en la Revolución Francesa, en el movimiento democrático, en la crítica de la religión, en la aspiración de los pueblos a la libertad, en la lucha de los obreros por la justicia”. Pero en el Concilio Vaticano I (1870), la Iglesia se cerró, mucho más aun de lo que ya se había cerrado en Trento (1545-1563).
Y con mucho retraso, con enorme sorpresa, y con inmensas resistencias, llegó el Concilio Vaticano II. Y por primera vez en muchos siglos, un papa proclamó: “Abramos las ventanas y las puertas de la Iglesia. Hagamos oídos sordos a los profetas de calamidades. Pongámonos al día. Reconciliemos la fe con todas las mejores aspiraciones de la Modernidad. Prescindamos de la imposición y del castigo, recurramos a la razón y el argumento”. Es verdad que el Concilio quedó a medio camino; en ninguna de las cuestiones abordadas dio el paso decisivo que muchísimos demandaban y que los tiempos requerían. No era fácil que la institución fuera más lejos. Pero, a pesar todas las resistencias, de todos los pactos de equilibrio y de todas las tensiones irresueltas de los documentos conciliares, el Concilio Vaticano II despertó un inmenso sueño en la Iglesia: “Haremos nuestros los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de la familia humana. Somos la misma familia. Hablaremos su lengua en todas las lenguas. Recibiremos de todos y a todos anunciaremos el evangelio de Jesús”.
Pero luego sucedió lo que ya se conoce, y cuyas consecuencias estamos padeciendo dolorosamente en toda la Iglesia. Durante el pontificado de Juan Pablo II, una calculada política de nombramientos episcopales prolongada durante 25 años cambió radicalmente el signo del episcopado universal (y también esto lo estamos padeciendo ahora mismo, aquí mismo, en mi diócesis, y seguramente también en la tuya). La excusa para ello fue perfecta, y la formuló tempranamente el Cardenal Ratzinger: “El Concilio no ha dado los frutos esperados, los seminarios y las iglesias se están vaciando, el mundo se está secularizando peligrosamente, la Iglesia está perdiendo su poder de influencia”. Y el mismo Cardenal, la cabeza pensante del pontificado de Juan Pablo II, pensó que eso era malo y que la causa era el Concilio, o al menos su interpretación más aperturista. Su diagnóstico fue claro: “Todos los males de la Iglesia se derivan de que la Iglesia está difuminando su identidad, de que la tradición y los dogmas se están reinterpretando, y todos los males del mundo se derivan de que se está secularizando y alejando del cristianismo institucionalizado”. Creo que es un inmenso error de diagnóstico. Y no la mala voluntad, sino este inmenso error de diagnóstico es lo que está en la base del remedio que se quiere aplicar: recuperar la firmeza del dogma, de la moral inmutable y de la tradición jerárquica. Pero si el diagnóstico era equivocado, el remedio no puede menos de ser también equivocado.
No sé lo que será el futuro, pero yo no quiero que el futuro del cristianismo y de la Iglesia sea este presente que nos están imponiendo. Y me empeñaré no en combatir el presente, sino en crear otro futuro, aunque fracase en el empeño. ¿Qué podemos hacer? Volvamos a leer el evangelio cada día: “¡Effetá! ¡Ábrete! -dice Jesús al sordo, al mudo, al desalentado- Échate al mar y camina sobre las aguas, avanza a la otra orilla sin miedo”. Somos muchos, creo que somos la inmensa mayoría. Seamos otra Iglesia. No malgastemos energías en pelear con curias y obispos. ¡Vivamos, acompañémonos, curemos! Y seamos sencillos, pacíficos e inteligentes. Creemos redes donde podamos sentir el aliento de Jesús y de los hermanos. Aunemos esfuerzos. Ahí está, por ejemplo, www.humus.tk que te invito a conocer. Lo promueve un pequeño grupo de San Sebastián y quiere responder al anhelo de tantos que, en estas diócesis de por aquí, quieren vivir con Jesús y en compañía.
La luna crece sobre el Andutz, los jacintos florecen perfumados sobre el escritorio, sobre el puente del Narrondo corretea Aila, el bobtail juguetón, la pequeña Naira pasea de la mano de Itziar y de Víctor. Una sagrada familia, tan sencilla y cercana, y tan alejada de esta Iglesia. ¿Qué evangelio de Jesús podré yo ofrecerles si no recibo el evangelio que ellos me ofrecen lejos de esta Iglesia? También ellos son mis compañeros..
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