Frei Betto
Toda dictadura es megalómana. Y la que gobernó el Brasil a base de botas y fusiles, desde 1964 a 1985, no fue diferente. La construcción de la autopista Transamazónica simboliza la arrogancia del régimen militar.
Se cortó la selva de este a oeste. Se abrió la carretera en paralelo a caudalosas vías fluviales. En lugar de mejorar el sistema de navegación por el río Amazonas y sus afluentes, la dictadura prefirió obligar a la selva a arrodillarse a sus pies. Máquinas poderosas tumbaron árboles milenarios de inestimables maderas nobles, destruyeron preciosos ecosistemas y alteraron el equilibrio ecológico de la región.
Todo ello en nombre de una palabra tan publicitada y sin embargo vacía de significado: desarrollo. Léase: explotación depredatoria del mayor bosque tropical del mundo, abierto a la voracidad de las compañías mineras, madereras y, sobre todo, del latifundio depredador, casi siempre terminando en trabajo esclavo.
"En medio del camino había una piedra”, repetirá Drummond. Los pueblos indígenas. ¿Cómo impedir que ofreciesen resistencia? Sencillo: a través del arte de seducir. La Funai levantó tapini (cabañas de hojas). Pusieron dentro utensilios de caza y de cocina, herramientas, etc. Los indios, encantados con dichos objetos, acogían gentilmente a los rostros-pálidos. E ingenuamente eran cooptados por las relaciones mercantilistas. Y a cambio de bagatelas perdían la salud, las tierras, la libertad y la vida. Un detalle: la selva, no el gato, se comió la Transamazónica, fuente de riqueza y de poder de unas cuantas compañías de obras públicas.
Hoy los indios somos todos nosotros. Los tapini, los centros comerciales, la publicidad, las bagatelas que nos agregan valor. Lo inhumano imprime sentido a lo humano, como hacían los dioses de oro denunciados por los profetas bíblicos: tenían boca pero no hablaban, tenían ojos pero no veían, tenían oídos pero no escuchaban, tenían pies pero no andaban…
Estamos todos bajo el efecto hipnótico del consumismo. No importa si el producto es frágil o de mala calidad. Su apariencia nos cautiva. Su publicidad nos hace creer que estamos comprando la octava maravilla del mundo. E, ingenuamente, que se trata de un producto duradero, incluso conscientes de que el capitalismo no se importa con el derecho del consumidor sino con el margen de ganancia del productor.
¿Cómo librarse del laberinto consumista que, en verdad, se consume consumiéndonos? No veo otra puerta de salida fuera de la espiritualidad, unida a una visión del mundo. Sin espiritualidad corremos el peligro -sobre todo los más jóvenes- de dar importancia a lo que no la tiene. Atenazados por la baja autoestima que nos inculca la publicidad ("tú no eres nadie porque no tienes este auto, no vistes esta ropa, no haces este viaje…”), miramos la mercancía como algo que nos añade valor. No basta la camisa, el bolso o los tenis. Tienen que ser de marca, con la etiqueta visible por fuera. Para que, de este modo, todos los que nos rodean tengan que reconocer nuestro estatus. Y quizás envidiarnos. Mientras la persona que, al lado, carece de productos refinados, es vista como carente de importancia. Pues no se encuadra en el actual principio poscartesiano: "Consumo luego existo”.
Es espiritualizada toda persona cuyo sentido de la vida echa raíces en su subjetividad y cuyas opciones son movidas por ideales altruistas. Pues no hace de lo que posee -cuenta bancaria, títulos, casa, auto…- su factor de autoestima. Porque sabe que tiene valor en sí, que no es alimentado por la posesión de bienes sino por su capacidad de hacer el bien a los demás. Su autoestima se basa en la generosidad, solidaridad y compasión. Y es feliz porque sabe hacer felices a otras personas.
El mercado ofrece de todo. Todos sus productos nos llegan envueltos en papel de regalo: si compramos este auto seremos felices; si bebemos aquella cerveza estaremos alegres; si adquirimos tal ropa nos sentiremos joviales. El único bien que el mercado no ofrece nunca es precisamente el que más buscamos: la felicidad. Como máximo el mercado trata de convencernos de que la felicidad es el resultado de la suma de placeres.
Pero la felicidad es un bien del espíritu, nunca de los sentidos, de la codicia o de la arrogancia. Es feliz quien trata de desvelar el propio ego y conectarse con el Transcendente, el prójimo y la naturaleza. Esa irrupción hacia fuera de sí mismo tiene nombre: amor. Y se manifiesta en las dimensiones personal, en el don de sí al otro, y social, en el empeño por construir un mundo mejor.
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