José Manuel Vidal
Es justo y necesario rendir público homenaje a los sacerdotes españoles en el Día de San José. A todos esos curas que se dejan la piel y la vida en el tajo pastoral. A los que están atentos al latido de su pueblo. A los que consuelan y secan las lágrimas de dolor, angustia y desesperación de su gente. A los que predican a diario a Cristo Resucitado, esperanza de los oprimidos. A los que imparten los sacramentos, que ayudan a la gente sencilla a conectar su alma a Dios. A los que se ofrecen a acompañar y servir a los más pobres. A los que quedan en el campo y no se van, aunque los pueblos se queden sin gente. A los que no aspiran a puestos en las curias ni a prebendas de ningún tipo. A los que hacen lo que pueden con sencillez y humildad, sin creerse los dueños del rebaño.
A todos esos curas (y son decenas de miles) que comparten la vida del pueblo, con sus penas y alegrías, en barrios, ciudades y pueblos de España. A todos los que son capaces de casar en sus vidas y en las vidas de los fieles a ellos encomendados los dos palos de la cruz: el horizontal del compromiso y el vertical de la contemplación.
A todos los curas que, a veces, están solos. Muy solos. A los que sufren por lo que han dejado atrás. A los que van perdiendo a sus padres. A los que se hacen mayores en solitario. A los que no ven el relevo adecuado para continuar su labor. A los que sufren por la deriva involutiva de la Iglesia. A los que penan porque alguien (allá lejos, en Roma) está apagando la primavera conciliar que dio sentido a sus vidas.
A todos los que les duele la jerarquía y sus pronunciamientos continuos del no, de la cruzada, de la descalificación del otro, de la trinchera. A los que acompañan a los enfermos, a los que comparten lo poco que tienen con los pobres, a los que hablan con la gente, a los que están siempre dispuestos a echar una mano. A los que se lantan ante los caciques. A los que defienden a los inmigrantes sin papeles. A los que se recorren cientos de kilómetros para atender a sus pueblos solitarios. A los que buscan poner paz en las rencillas. A los que no exigen derechos ni reclaman servicios.
A todos esos curas que rezan a diario, de rodillas, ante Dios y ante el pueblo. A los que sirven sin ser servidos. A los que quieren, sin, a veces, ser queridos o suficientemente valorados.
Miles de curas españoles con nombres y apellidos. Como Antonio Martin, el cura de la HOAC, jubilado en Palencia, desde donde nos sigue iluminando con su mística encarnada. OEvencio Domínguez, el cura de Cexo, entregado a sus pequeñas parroquias de Ourense desde hace más de 50 años. O Pedro Requena, el cura de San Pablo de Vallecas, toda una vida dedicada a la pastoral en los barrio más pobres de Madrid. Y así tantos otros...
Es posible y deseable que cambien los ministerios eclesiales y, por consiguiente, la forma de ser cura. Es posible y deseable que las mujeres lleguen al altar. Es posibe y deseable que sea la comunidad la que elija a sus presbíteros. Pero, mientras tanto, éstos son los curas que tenemos. Y estamos orgullosos de ellos.
Gracias hermanos. Gracias a todos y al colectivo en general. A pesar de algunas manzanas podridas, que siempre hay. Gracia por vuestra vida entregada, en el silencio y el amor, a los demás. ¡No desfallezcáis! Os necesitamos y os queremos mucho. Más de lo que os lo demostramos. ¡Que Dios os bendiga, hermanos sacerdotes!
martes, 22 de marzo de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario