lunes, 14 de marzo de 2011

LA HUMANIDAD DE JESÚS Y LA HUMANIDAD DE DIOS

José María Castillo

Dos indicaciones previas: 1) Tengo el blog algo abandonado. Y pido disculpas por ello. El motivo principal está en que, como es sabido, la Universidad de Granada me ha concedido el Doctorado Honoris Causa. Y eso me ha obligado a tener que escribir el discurso de investidura. 2) Además, mañana tengo que viajar a Italia donde tendré varias conferencias. Espero recuperar, a partir del día 22, la normalidad de mis actividades. Agradezco a quienes me han felicitado por la distinción que la Universidad me ha concedido.

Hablar de la humanidad de Jesús no es sólo referirse a su sensibilidad o benignidad. Ni, por supuesto, se trata únicamente de afirmar su naturaleza humana. Desde el punto de vista de la teología cristiana, lo más importante, que hay que decir sobre la humanidad de Jesús, es que en ella encontramos el único medio, que tenemos los seres humanos, para conocer a Dios. De tal forma que es precisamente en la condición humana de Jesús donde podemos conocer quién es Dios y cómo es Dios. Más aún, es en la entrañable humanidad de Jesús donde comprendemos la profunda y desconcertante humanidad de Dios.

Para entender lo que acabo de decir, lo primero es tener claro lo que significa la trascendencia de Dios. Por definición, Dios es el Trascendente, es decir, trasciende todo cuanto pertenece a la capacidad humana. O sea, Dios está más allá del límite último de nuestra posibilidad de conocer, es decir, está fuera del campo inmanente de la nuestra capacidad de conocimiento. Por eso lo propio de Dios es la trascendencia, mientras que lo propio del ser humano es la inmanencia. Entre estos dos ámbitos (de lo existente) hay una diferencia radical, de forma que “lo trascendente” es “lo absolutamente otro” en relación a “lo inmanente”. Esta distinción y esta diferencia es indispensable para que resulte posible pensar en Dios y pensar a Dios. En esto radica lo que se ha llamado el “código binario”, a partir del cual es posible la religión (N. Luhmann). Desde este punto de vista, podemos afirmar que Dios es “el absolutamente Otro”. Hasta el extremo de que, de no ser así, Dios no sería Dios, sino que sería un “objeto” más entre los muchos objetos que elabora la mente humana desde su “inmanencia”.

Dicho esto, se comprende el auto-engaño que representa nuestra forma más absolutamente pervertida de pensar a Dios. Es “esa concepción según la cual Dios sería una realidad, un ser ; otro en relación con las realidades del mundo y con su totalidad. Otro, sobre todo, en relación con el sujeto humano” (J. Martín Velasco). De donde se concluye que Dios es otro ser, otra persona, un tú, con el que yo puedo hablar y con el que me puedo relacionar, al que le pido lo que necesito o al que ofendo, como puedo ofender a otro ser humano cualquiera.

Por otra parte, sobre este “otro”, sobre este “tú”, que nos imaginamos que es Dios, hemos proyectado todo aquello que nosotros apetecemos y de lo que carecemos: poder, saber, tener, duración, bondad, felicidad.... Y así, nos ha salido un Dios que lo puede todo, lo sabe todo, lo tiene todo, y es la bondad infinita y la felicidad sin límites. Pero, al hacer eso, no nos hemos dado cuenta de que ese “otro”, ese “tú”, ese “objeto” es, ante todo, imposible. Quiero decir: es un Dios contradictorio. Porque, tal como es este mundo, que (según decimos) ha brotado de la voluntad y de la decisión de Dios, no puede haber sido creado o pensado por un ser que es, al mismo tiempo, infinitamente poderoso e infinitamente bueno. Porque ambas cosas son incompatibles con el mal, el asombroso y aterrador problema del mal, que padecemos en este mundo.

Pero hay más. Porque ese Dios, que “opera y se hace presente como un ente particular junto a otros” (K. Rahner), además de contradictorio, es también un Dios inevitablemente conflictivo. Y la razón es clara: si ese Dios es un “otro”, que acumula todas las perfecciones que nosotros podemos imaginar, entonces resulta que Dios es infinitamente justo y es juez de nuestra conducta. Ahora bien, tal como es (de facto) la condición humana, los mortales hacemos mucho daño, causamos indecibles males, cometemos demasiadas injusticias. Pues bien, así las cosas, si Dios es el infinitamente justo y el juez que hace justicia, ese Dios entra inevitablemente en conflicto con los seres humanos. Por eso Dios es, para mucha gente, una fuente incesante de miedos, temores confusos, sentimientos de culpa, amenazas y experiencias indescifrables.

Así las cosas, hay que preguntarse: ¿no estaremos radicalmente equivocados en nuestra forma de pensar a Dios y de hablar de Dios? La respuesta más obvia, que a cualquiera se le ocurre - si es que pensamos a fondo en este asunto -, es que desde la inmanencia, todo lo que pensamos es y será siempre inmanente, puesto que los humanos no tenemos acceso a la trascendencia. Por tanto, desde nuestra inmanencia, no podemos conocer a Dios. Porque, desde el momento en que el Trascendente entra en el campo de nuestra inmanencia, desde ese mismo momento el “absolutamente Otro” degenera en “cosa” y deviene a un “objeto” más de todos los objetos que puede elaborar nuestra mente. Se produce así lo que se ha denominado el proceso de “conversión diabólica” (P. Ricoeur), en virtud del cual el “totalmente Otro” se pervierte y queda reducido a un “otro”, todo lo perfecto que nosotros queramos, pero, a fin de cuentas, “otro más”. Martín Velasco ha insistido en esto: “la trascendencia de Dios bien entendida, su ser totalmente otro, comporta que, por ser totalmente otro, Dios sea “no otro” en relación con todas las otras realidades”. Dicho de forma más sencilla, ese “Otro” al que llamamos Dios, ese “Tú” en el que pensamos que encontramos a Dios, en realidad no es “Dios en sí”, sino la “representación” de Dios que nosotros nos hacemos. Una representación distinta según las distintas religiones que nos lo han representado.

¿Tiene solución y salida el Dios contradictorio y conflictivo al que, no obstante la enorme carga de contradicción y de conflictividad que lleva en sí mismo, nos hemos acostumbrado, lo soportamos y hasta decimos que lo necesitamos y lo amamos? Yo no le veo a este Dios ni solución ni salida por el camino que nos marca la razón, el discurso humano. Porque, si echamos por ese camino, no salimos de la contradicción y de la conflictividad que entraña en sí mismo el Dios que ha podido elaborar la inmanencia. Entonces, ¿qué hacer?

Dado que el camino de la razón no da más de sí, buscamos la salida por el camino de la fe. Un camino que se justifica desde el momento en que comprendemos lo que es. Quiero decir: los seres humanos no nos comunicamos, no nos expresamos, sólo mediante razones. Además de eso, y sobre todo, los humanos nos relacionamos y nos expresamos mediante experiencias. Pues bien, seguramente la experiencia más honda y más total de la vida es la fe, que entraña entrega, confianza, fidelidad.... Esto supuesto, según la fe cristiana, a Dios, a quien nadie ha visto jamás (Jn 1, 18), lo hemos visto, lo hemos oído, lo hemos palpado, en Jesús de Nazaret, que es la Palabra de Dios hecha humanidad (Jn 1, 14), hecha debilidad humana (Jn 1, 18; 14, 8-11; 1 Jn 1, 1). Jesús (el Hijo) es el único que sabe quién es Dios (el Padre); y Jesús es quien nos da a conocer a Dios (Mt 11, 27; Lc 10, 22).

La consecuencia, que se deduce de lo dicho, es que Jesús de Nazaret es la encarnación de Dios (Jn 1, 14), es la kenosis (vaciamiento) de Dios (Fil, 2, 7), es (en la cruz) la muerte de Dios, tal como se lo ha “representado” el “cristianismo infantilizado” (Kierkegaard). Y así, precisamente así, Jesús de Nazaret es la humanización de Dios. He aquí la más profunda y la más original aportación que el cristianismo ha hecho a la historia de las tradiciones religiosas de la humanidad.

Esto quiere decir que a Dios lo conocemos en Jesús. Por tanto, no es Dios el que nos revela quién es Jesús, sino que es Jesús el que nos da a conocer quién y cómo es Dios. O sea, es viendo a Jesús, cómo vemos a Dios. Y conociendo las costumbres, las preferencias, el estilo de vida de Jesús, así es cómo conocemos a Dios y nos enteramos de lo que Dios quiere y lo que a Dios le agrada. Pero no se trata sólo de esto. Hay en todo esto algo que es lo más decisivo. Se trata de caer en la cuenta de que a Dios lo conocemos y lo encontramos en la humanidad de Jesús. Decir que Dios se nos da a conocer en la divinidad de Jesús sería una tautología, tan absurda como afirmar que “lo divino” se nos revela en “lo divino”. Por lo tanto, cuando hablamos de la humanidad de Jesús y elogiamos la entrañable humanidad de Jesús, lo más importante que hay en todo eso no es sólo la ejemplaridad de Jesús. Lo decisivo es que, en la humanidad de Jesús se nos da a conocer Dios mismo y, además de eso, también en esa humanidad descubrimos el proyecto de Dios. Porque, en última instancia, lo que Jesús nos enseña es que el proyecto de Dios y lo que Dios quiere de nosotros, no es que nos divinicemos (y menos aún que nos “endiosemos”), sino que nos humanicemos. El proyecto cristiano es hacernos cada día más sencillamente humanos. Por tanto, el proyecto de Dios no es hacernos “religiosos”, ni “sagrados”, ni “consagrados”. En la medida en que todo eso nos eleva sobre la simple condición humana, en esa misma medida nos separa, nos divide, es origen de categorías y distinciones, dignidades, poderes y privilegios que enfrentan a unos con otros. Todo eso nos deshumaniza. Y Jesús no lo quiere, lo detesta.

Por esto, sin duda, Jesús se enfrentó con la religión y sus dirigentes, con el templo y sus sacerdotes. La “humanidad” es algo tan decisivo para Jesús, que, por defenderla, le costó la vida. En eso vio Jesús que se jugaba el ser o no ser de su mensaje. Y esto - lo digo con todo respeto y sinceridad - es lo que nunca comprendió Pablo de Tarso. Pablo no conoció al Jesús terreno, ni le interesó su humanidad. Sólo conoció al Resucitado (Gal 1, 11-16; 1 Cor 9, 1; 15, 8; 2 Cor 4, 6). Y llega a decir que el Cristo “según la carne” (en su humanidad) no le interesa (2 Cor 5, 16). Por eso Pablo no se interesa por el Dios que se nos revela en Jesús. El siguió creyendo en el Dios de Abrahán (Gal 3, 16-21; Rom 4, 2-20) (U. Schnelle).

Pero todo esto necesita todavía una explicación que es determinante. Lo humano “químicamente puro” no existe, ya que “lo humano” está siempre fundido con “lo inhumano”. Porque es inherente a la condición humana, no sólo la limitación, sino además la inclinación al mal. Humano es amar. Y humano es odiar. Humana es la generosidad y humano es el egoísmo, etc, etc. Esto supuesto, se comprende que el proyecto cristiano es un proyecto de humanización, en el sentido de ir liberándonos progresivamente de la deshumanización que todos llevamos fundida en nuestra vida, para poder hacernos así cada día más profundamente y más plenamente humanos. Llegar a ser plenamente humanos no está a nuestro alcance. Por eso necesitamos de Dios. Y ése es el significado que tiene el recurso a Dios. Para que, mediante la fuerza de su Espíritu, podamos acercarnos al ideal de nuestra plena humanidad.

Por último, ¿en qué consiste el proyecto de nuestra humanización? Lo humano se contrapone a lo divino. Lo divino se asocia al poder, a la gloria y a la grandeza sin límites. Por el contrario, lo humano se relaciona con la debilidad, la limitación incluso la fragilidad. De hecho, lo mínimamente humano, lo común a todos los humanos, se reduce a la “carnalidad” y la “alteridad”: todos los humanos somos de carne y hueso (carnalidad); y todos los humanos nos necesitamos los unos a los otros (alteridad). Pues bien, siendo así la condición humana, se comprende que la tentación satánica fundamental sea la apetencia de “ser como Dios” Gen 3, 5). Es decir, ser más que los otros y estar sobre los demás. De ahí, la violencia en todas sus formas. Por eso, según los evangelios, Jesús nos marca el camino de nuestra humanización porque el proyecto de vida que nos trazó fue no querer estar nunca sobre los demás, sino estar siempre con los demás, especialmente con los últimos, con los que están más abajo, hasta acabar, él mismo, como el último. Una vida entendida así, se traduce en unión, solidaridad y felicidad compartida.



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