Hace unos días me llegó un mail sobre Stéphane Hessel, ese anciano francés de 93 años que ha agitado a su refinado e ilustrado país con un folleto vehemente –algunos lo llaman panfleto– de 30 páginas titulado “¡Indignaos!”, “Indignez-vous!”.
Ese mismo día recibí otro mail de una amiga, maestra –más que profesora– de danza, que es como decir de todas las artes; crea danzas y con sus danzas recrea el mundo, y en su casa tiene un joven olivo, una gran palmera y un verde laurel que ha crecido gracias a su hijo afrocubano y que ya debe de estar floreciendo para la Pascua. Ella me escribía: “Está lloviendo, y los pájaros cantan a la lluvia entre el olivo, la palmera y el laurel”.
Y yo me dije: “Sí, señor: la indignación y la danza. Dos manifestaciones del único Espíritu de Dios que habita en todos los seres y renueva la faz de la tierra. Dos formas de espiritualidad que demandan por igual nuestra alma y nuestro mundo”.
Stéphane Hessel es de origen judío sefardí, prisionero evadido de Buchenwald, y diplomático de profesión. Pero le ha podido siempre el viejo espíritu de los profetas judíos y cuanto más mayor, más rebelde se ha ido volviendo, y más infatigable en favor de “sin papeles”, gitanos e inmigrantes…
“Cuando algo nos indigna, nos convertimos en militantes, nos sentimos comprometidos y entonces nuestra fuerza es irresistible”, escribe.
La causa de su indignación, que debiera ser la nuestra, es “la dictadura internacional de los mercados internacionales” y que “nunca el poder del dinero fue tan inmenso, tan insolente y tan egoísta, y nunca los fieles servidores de Don Dinero se situaron tan alto en las máximas esferas del Estado”.
Yo no puedo imaginar a Jesús sino haciendo suya la indignación de Stéphane Hessel.
Cuando un día subió a la montaña y, en lugar de todos los mandamientos, gritó: “¡Bienaventurados los pobres, porque dejaréis de serlo!”. Y también gritó: “¡Bienaventurados los pobres de espíritu, que es como decir los amigos de los pobres, porque así seréis de verdad bienaventurados!”.
Y cuando un día contó la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro. Y cuando otro día, en el atrio del templo, volcó las mesas de los cambistas, cosa que le costó el arresto y, a la postre, la cruz.
La pasión de Dios le conmovía y no pocas veces le revolvía las entrañas. La pasión de Dios fue su paz y su ira, su cruz y su pascua.
El Espíritu apasionado, que es como decir Dios, el Espíritu que es la pasión de Dios rebelde y feliz, el mismo Espíritu de Dios que hace danzar a las galaxias en el cosmos y a los electrones en el átomo, impulsaba a Jesús.
Y a veces se manifestaba como indignación y otras veces como fiesta y danza. Porque ¿acaso puede alguien imaginar que Jesús no bailara en todas las formas? Sí, seguro que la música y el ritmo del Espíritu vibraban en sus entrañas, y le hacían mover las piernas y los brazos, la cadera y los hombros, al igual que los labios.
Seguro que Jesús ya practicaba a su manera la danza espiral de Ana Mendiola, que ahora llama “Danzo para ti”. ¿Acaso no irritó a la gente intachable y a los sacerdotes desabridos saltándose las normas de pureza, rompiendo el ayuno, comiendo alegremente con odiados publicanos y prostitutas despreciadas, hasta el punto de ser llamado “comilón y borracho”?
Un día quiso explicarse y dijo: “Cuando la gente está de boda, no ayuna, sino que come y bebe y baila. ¿No os dais cuenta? Estamos en tiempo de boda, se casan el cielo y la tierra, la realidad y el sueño, están a punto de desaparecer de esta tierra el hambre y todas sus enfermedades, las del cuerpo y las del alma. Es hora de comer y beber y bailar. Gritad, vitoread, tocad, como está escrito en el Salmo 98”.
Y como la gente intachable y el clero desabrido no lo entendían, otro día Jesús les dijo:
“Sois como niños caprichosos que dicen ‘Pues no juego’, y ni Dios puede acertar con ellos. Hemos tocado la flauta y no habéis bailado, hemos cantado endechas y no habéis hecho duelo.
Pues enteraos, ahora es momento de bailar, y bailemos. El Reino de Dios, el mundo nuevo, no hay quien nos lo quite. Mirad los pájaros del cielo que cantan a la lluvia. Mirad los lirios del campo, ¡cómo los viste Dios!
Cuando hay que indignarse y hacer duelo, indignaos y haced duelo. Y cuando hay que danzar, danzad.
Y no tengáis miedo, pues Dios os cuida. Cuidaos del miedo. Y si por cualquier razón o sin razón alguna os aflige la angustia, danzad en espiral con el cuerpo y el alma, y ayudad a Dios a liberaros o a liberarse de la angustia en vosotros.
Yo danzo para ti. Dios danza en ti para ti. Danza también tú en Dios para Dios”.
Necesitamos esa espiritualidad de la indignación y de la danza. La indignación cuando hay que indignarse contra la impiedad. La danza cuando hay que dar rienda suelta a la vida y la dicha, a la paz y la confianza, a la bondad y la belleza. Necesitamos la espiritualidad de la indignación que sabe resolverse en danza. La danza, ese arte integral que libera el impulso originario de la vida que late en las entrañas del hombre, en las entrañas de la mujer, en las entrañas de la Tierra, en las entrañas de Dios.
Necesitamos recuperar esa espiritualidad. No quiero decir que necesitamos recuperar la espiritualidad perdida, como si la hubiéramos tenido en el pasado, como si el tiempo pasado hubiera sido mejor.
Necesitamos espiritualidad, espíritu, respiro. Necesitamos espiritualidad en esta sociedad perpleja que somos, en este tiempo incierto que vivimos, en este planeta amenazado que habitamos, mejor, que somos.
Digo “necesitamos”, yo el primero, y toda religión institucionalizada la primera, y la Iglesia católica la primera. Sí, y la jerarquía católica la primera. No hay más que mirar a la Conferencia Episcopal española reunida en Asamblea esta pasada semana. Reunida y enzarzada en complicadas, nunca confesadas maniobras, a ver cuál de los sectores consigue nombrar a cuál de los cardenales como presidente de la Conferencia.
Un cardenal amigo del Papa y adicto del poder, y a punto de cumplir la edad canónica de cese episcopal, viaja a Roma para tejer allí los hilos de la voluntad de Dios: “Santidad, yo le organizo la más brillante Jornada Mundial de la Juventud si me concede una prórroga de 3 años en mi sede episcopal y, de paso, en la presidencia de la Conferencia Episcopal Española”.
Y así se ha hecho, pero no sin secretas y feroces luchas de mitrados. Prebendas y trueques, ambiciones, escalafones. Como en todos los partidos políticos, pero guardando la compostura clerical. Ante tal espectáculo, Jesús no sabría si indignarse o danzar; creo que se indignaría, pero acabaría danzando, porque ante todo creía en el Espíritu que renueva la faz de la tierra y remueve los cimientos de la Iglesia.
Ser de una religión o ser de otra, o no ser de ninguna, eso no importa. Importa seguir respirando y dando aliento. Tanto importa, que de lo contrario nos morimos de asfixia o nos matamos de miedo. Está en juego el respiro, la esperanza, el futuro de la VIDA.
Necesitamos espiritualidad. Necesitamos indignarnos para una revolución pacífica, como dice S. Hessel. Y necesitamos pacificar nuestra indignación en la danza, danzando en la espiral de la vida y los unos para los otros, como dice Ana Mendiola.
Necesitamos el Espíritu que gime y danza, el Espíritu que es “descanso en nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos”. Necesitamos la paz del olivo, la luz de la palmera, la sombra del laurel.
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