Dedicaremos las entregas de este martes y del siguiente a proponer una aproximación a la figura de Légaut como «compañero en la búsqueda espiritual», tal como acertadamente lo definió Antonio. En los martes siguientes, leeremos algunos textos suyos de los años 50-60, es decir, del tiempo de Trabajo de la fe, cara a llegar a los tomos I y II (El hombre en busca de su humanidad e Introducción a la inteligencia del pasado y del porvenir del cristianismo) y luego pasar adelante.
I. Lo biográfico
1. En una primera aproximación a la figura de un autor, se pretende presentar algunos de sus rasgos concretos, con el fin de llegar a intuir el interior de la persona. Para ello es normal comenzar por la biografía. Vamos a intentar hacerlo sintéticamente.
Sin embargo, ser sintético sin traicionar no es fácil. Requiere tiempo familiarizarse con un autor y hablar sobre él, y requiere además cierta inspiración que no siempre se da. Por eso me remito a lo ya escrito en otra ocasión. El objetivo era entonces presentar suficientemente su figura e informar de los hechos esenciales de su vida pero, al mismo tiempo, formular hacia dónde apuntó su aportación y qué buscaba decir. Una circunstancia exterior fue (como tantas veces) la presión indispensable para hacerlo.
LECTURA SOBRE LÉGAUT: Légaut en síntesis (pdf).
2. Otras dos lecturas son útiles como complemento y ampliación.
2.1. Marcel Légaut, una síntesis un tanto ampliada sigue el mismo orden que el texto anterior y este orden es importante. Había que empezar por la que quizá fue la encrucijada más decisiva y, al mismo tiempo, la más aparente de la trayectoria de Légaut: el cambio profesional que dio a sus 40 años al dejar la universidad y hacerse campesino (en seguida veremos, sin embargo, lo que dice de esto en la cita del punto II.1). Cuando se publicaron sus libros EN 1970, los medios de comunicación, comenzando por París Match, se fijaron en este cambio que, pese a ser folklórico y aparente, indica la radicalidad tanto del «don total» de su vida como del aporte de su obra.
Por otra parte, este cambio no sólo implicó abandonar la vida universitaria debido a una toma de conciencia acuciante de las carencias fundamentales de dicha forma de vida (no sólo en él sino también en muchos, tal como comprobó Légaut durante la guerra). Este cambio también implicó un nuevo paso en el camino de dejar una forma de vida religiosa de corte afectivo e ideológico; no es fácil dejarla del todo porque no es fácil analizar, sin autodefensas y con honestidad, las implicaciones de dicha forma, así como descubrir hasta dónde llega todo esto en uno.
Los dos cambios (el universitario y el religioso, es decir su cambio de “lugar” en la sociedad civil y en la religiosa) eran complementarios. No en vano Julien Benda tituló, en 1927, un libro crítico suyo sobre los políticos e intelectuales de Francia como La traición de los clérigos; y quien dice clérigos dice, metafóricamente, dirigentes, funcionarios, profesores.
En 1946, un año después de terminar la IIª Guerra mundial, cuando hacía poco que algunos camaradas del grupo Tala habían regresado de los campos de prisioneros alemanes (y cuando los occidentales tenían que empezar a concienciar que, en el corazón de la civilización moderna, se habían dado los campos de exterminio), Légaut escribía, en una carta, que la condición idónea para una reflexión verdadera es semejante al exilio:
Se acerca la hora en que se comprenderán mejor los signos de este tiempo. Presiento el inmenso esfuerzo intelectual y religioso que hay que hacer para salir de los modos de pensar, de los ideales, de las evidencias incontroladas e implícitas que alimentan nuestra vida intelectual, nuestras construcciones y nuestros juicios. No hay que estar instalados. Es necesaria una deportación religiosa e intelectual, un exilio que antaño se buscaba en el desierto, un cambio de situación que se buscaba marchándose. Estamos terriblemente instalados en la vida. La situación privilegiada del funcionario, seguro de su sustento cotidiano, la familia, la vejez, el papel social, nuestra clase, nación, época, todos estos asientos que podrían ser sólo asentamientos, todas esas fuentes de estabilidad que podrían no serlo de estancamiento, pero que de hecho lo son, si no de derecho. Nada grande, nuevo, creador pueden hacer los que no son capaces de vivir aquí abajo como deportados.
Este cambio visible fue, pues, paralelo a otro cambio interior que duró desde 1920 hasta no sólo 1940 sino hasta 1960-70 cuando, gracias a la ascesis de la escritura (muchas veces indispensable para pensar), Légaut llegó a expresar todo lo implícito en su itinerario que podemos sintetizar como su camino particular de pasar de la «creencia» a la «fe», como en seguida iremos viendo.
Hay, en efecto, una «conversión a sí mismo» que no es cosa de un momento y que no es un mero cambio de conducta o de doctrina (ni que fueran las mejores y las más adecuadas); un cambio que no es fruto de un plan preconcebido o de unas técnicas o de una lógica. Esto fue lo que Légaut comenzó a formular vigorosamente en Trabajo de la fe, en horas arrancadas a la fatiga, y que luego organizó, con no menos vigor, en los tomos I y II de su obra principal y también enLlegar a ser uno mismo (1981).
2.2. Por terminar con los datos de la biografía. Una segunda lectura complementaria es: Cronología ampliada (pdf). En este caso, el texto sigue el orden temporal y puede servir de repaso. Por otra parte, esta “cronología” amplía datos y añade alguna información sobre: (1) el grupo “Tala”, (2) quién fue y qué problemas tuvo Monsieur Portal, (3) cuál fue el debate nuclear de la “crisis modernista” y (4) y sobre el contenido de los libros de Légaut.
II. Límites de lo biográfico, que apelan a trascenderlo («vida» y «existencia»)
No obstante, Légaut, consciente de lo atípico de su vida, relativizó siempre los detalles y avatares de la misma. No sólo por discreción (rasgo fundamental en la vida espiritual en su opinión) sino porque podían distraer de lo esencial: que cada uno debe reflexionar sobre la suya, y los textos de otros sólo pueden ayudar indirectamente a ello. Como Légaut repetía: «lo esencial no es objeto de enseñanza»; ni tampoco se llega a ello por imitación. En este sentido, en el delantal (o entradilla) de la «Cronología ampliada» (punto 2.2.) se citan tres fragmentos cuya lectura pasamos a proponer.
1. El primer fragmento está al comienzo de la última entrevista que se le hizo en 1990. Légaut subraya ahí la importancia de las «exigencias interiores», que son particulares de cada uno y que se conocen, a veces, por una especie de sobresalto y de rechazo: negarse a algo que se intuye que aceptarlo sería negar el ser de uno mismo:
Pese a ser harto folklórica, mi vida no tiene demasiada importancia para lo que aquí nos interesa. Fui profesor de matemáticas en la universidad hasta la edad de cuarenta y dos años. Entonces cambié, de forma bastante brusca, de profesión: me hice pastor de ovejas y ejercí como tal a lo largo de tres décadas, a 1.000 m. de altitud. Durante este período surgieron, sin que yo lo hubiese buscado expresa- mente, diversos libros que han tenido éxito y que, en cierta medida, me han llevado –casi forzándome, al menos al principio– a abandonar mi trabajo de granjero. Acabé, pues, dejando de ser pastor para convertirme en “conferenciante mundano” (…).
Si pasé de la función de profesor universitario al trabajo de pastor, fue por haber sentido no sólo que me era necesario encontrar mi propia profundización, mi pleno desarrollo, sino porque, de haber rechazado esa opción –que equivalía a dar un salto en la oscuridad–, algo en mí habría quedado malherido. Cuando, un par de años más tarde, la universidad me propuso reintegrarme a ella, dije que no y pensé “Si acepto, me niego a mí mismo”. Ahora bien: no renegar de sí mismo comporta más que buscar una autorrealización. Comporta una exigencia interior que se impone, que se enraíza en toda una historia pasada y que se halla en secreta relación con las potencialidades que uno tiene en sí mismo aunque no las conozca. Se trata, pues, de algo que forma parte del propio ser: es decir, que se manifiesta a la vez en un pasado más o menos consciente y en un porvenir todavía desconocido. Esa realidad que se impone indiscutiblemente es algo completamente distinto de un proyecto para autorrealizarse, como un proyecto de un viaje o para hacer un reportaje, por ejemplo.
Elemento importante en mi obra espiritual es la convicción de que sólo se empieza verdaderamente a descubrir qué es la vida espiritual cuando nacen, en cada uno de nosotros, unas exigencias suficientemente propias como para que los demás no las conozcan. De modo que esas exigencias nos personalizan y nos singularizan no porque queramos que nos personalicen o singularicen sino porque, de no seguirlas, nos negaríamos a nosotros mismos. Para mí, la vida espiritual empieza, pues, en el momento en que cada uno de nosotros –cada uno a su hora– descubre, dentro de sí, estas exigencias que le son propias y que no se deducen de doctrina, ideología, disciplina o imitación alguna. Se trata de algo mucho más personal y singular, de manera que quienes están a nuestro lado no tienen por qué conocer estas exigencias de la misma manera que nosotros. Es mucho más importante explicar todo esto que contar cómo pasé de ser un pobre matemático a ejercer de pastor mediocre. (Cuaderno de la Diápora 11, pág. 37-39. Ver: Texto completo)
2. El segundo fragmento pertenece a la «Introducción» a El hombre en busca de su humanidad, donde es importante, entre otras cosas, cómo expone ahí Légaut su decisión de ser abstracto, de no contar anécdotas, no mencionar libros ni referencias (autoridades, tradición), no poner ejemplos; todo ello con vistas a apelar a lo que el lector adulto debe saber por sí mismo, y que la lectura del texto sólo le debe (y puede) ayudar indirectamente a reflexionar, sin darle hecho lo que él mismo debe interpretar. Así es como se propone un «discurso de itinerario» y no «de doctrina», distinción capital.
(…) Este libro no es un trabajo que trate de moral o de filosofía. Su objetivo es rendir cuentas de una búsqueda hecha por el autor para vivir de ella personalmente, no para convertirla en tema de especulación. Se trata de algo así como de un testimonio que, aunque debe mucho a los esfuerzos espirituales del pasado, no se apoya directamente en ninguna autoridad ni en ninguna tradición. Por otra parte, el autor cree que su forma de ver y de sentir, por más individual que sea, está lo suficientemente arraigada en su profundidad como para que muchos se reconozcan en ella con tal de que hayan vivido bastante, al menos cuando se pertenecen a sí mismos con suficiente lucidez y autenticidad.
Lo universal sólo se percibe a través de lo particular. Y tanto más se manifiesta lo universal cuanto con mayor vigor y precisión se explicita lo particular, sea cual sea su carácter singular. Hay que añadir que este testimonio se toma la licencia de adoptar la forma impersonal, sin duda por discreción pero también porque los términos abstractos expresan –más puramente que los otros– lo universal y dejan a cada uno la libertad de revestirlos con lo concreto que mejor se adapte a su propia experiencia y a lo que el futuro le depare.
Así, este libro no se dirige sólo al entendimiento o a la capacidad discursiva del lector sino también a su intuición y experiencia. Si no se posee un sentido al menos implícito de lo que en él se aborda, sólo se comprenderá su forma verbal o exclusivamente intelectual. No es, por tanto, lectura que convenga a un joven que aún no ha vivido lo suficiente, a no ser que tenga ya, en sí, oscuramente, los inicios de lo que más tarde será llamado a conocer y que estas páginas describen. Tampoco es libro adecuado para quien sólo busca ideas sin llegar a confrontarse personalmente con ellas según lo que realmente él es, ni para el lector al que la vida no plantea interrogantes o que no quiere embarcarse en ninguna búsqueda, convencido de antemano de que no se puede llegar a ningún resultado.
En cambio, este libro será comprendido por el lector que, sin gran cultura, haya vivido con rectitud, humildemente y con suficiente conciencia de su condición humana. Quien sepa ponderar los términos utilizados y darles además el sentido justo que su autor les ha atribuido hallará en este libro, aunque su destino sea totalmente distinto al del autor, un eco de su propia sabiduría, e incluso es posible que reciba alguna inspiración para avanzar más lejos. (HBH, Madrid, AML, 2001, p. 10-11)
3. El tercer fragmento pertenece al capítulo IV de El hombre en busca de su humanidad: «La intelección de la propia muerte». Situado el hombre ante ella, la «fe en sí mismo» le permite captar «el espíritu fundamental que ha animado su vida». En este contexto expone Légaut la distinción entre «vida» y «existencia»; distinción fundamental en su vocabulario y fundamental para comprender la radical insuficiencia de lo que es información a la hora de comprender a otro (en este caso, un autor, Légaut).
Convertir la muerte en la propia muerte es la condición para asumirla como hombre
La fe en sí mismo, que permite al hombre mirar cara a cara a la muerte sin ver en ella su total destrucción, no le aporta en absoluto el significado que dicha muerte puede tener para él. Sólo le impone la negación de un final absoluto, de la nada con que la muerte parece amenazarle ineludiblemente. No es, en modo alguno, una afirmación con un contenido intelectual positivo. No obstante, para que la muerte no sea para él tan sólo, en la práctica, un accidente material que pone un término a sus días, el hombre tiene que poder situarla no fuera de su vida o contra ella sino en ella: tiene que convertirla en su muerte y ver en qué le concierne personalmente de forma única. El hombre avanza decisivamente en su lenta progresión hacia su ser en potencia cuando descubre el sentido de su muerte por la captación del espíritu fundamental que ha animado su vida.
Vida y existencia
Este conocimiento es el fruto y el sostén de la presencia del hombre a sí mismo. Este conocimiento es intelección de su unidad, subyacente a todo cuanto hace y piensa, que se le manifiesta a lo largo de su vida, a través de las múltiples contingencias de su historia, provocadas por las etapas de su maduración y la diversidad de situaciones en que se ha ido encontrando. Esta unidad, que se instaura, poco a poco, ante la conciencia, de forma cada vez más estable, duradera y consistente, permite al amor y a la paternidad alcanzar su dimensión propiamente humana. Llamaremos a esta unidad “existencia” del hombre, oponiéndola a su “vida”, que discurre en el tiempo y transcurre en medio de gran diversidad de estados interiores y de sucesos exteriores. La existencia nace de la vida y la trasciende por mediación del mismo hombre.
Esta intelección es superior al conocimiento que uno adquiere de sí mismo cuando se autoconsidera de manera puramente objetiva. Pide más que una introspección, por intensa que sea, dirigida a los detalles de la vida y a su encadenamiento. Exige que uno sea a la vez el agente, la materia y el objeto de su búsqueda. Sólo el ambiente interior nacido de la conciencia de la propia realidad y soledad esenciales, permite esta mirada de sí mismo sobre sí mismo, única en su género por su carácter intemporal y radical, englobante y totalizante, que convierte a un ser viviente en un ser existente. Fuera de los tiempos excepcionalmente trágicos, el hombre llega a afirmarse en la fe en sí mismo gracias a esta acción íntima; basta con que, a pesar de la unanimidad de las apariencias que lo apremian y ocupan desde fuera, sea fiel a sus más hondas intuiciones y sepa dar el paso en la noche que éstas le proponen sin imponérselo en absoluto. (HBH, Madrid, AML, 2001, p. 90-92)
viernes, 22 de enero de 2010
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