miércoles, 6 de enero de 2010

MARCEL LEGAUT: RECUPERAR LA ESPIRITUALIDAD


Artículo de Antonio Duato publicado en el Nº 2 de la Revista CUADERNOS DE LA DIÁSPORA de la Asociación Marcel Légaut, noviembre 1994
Los compañeros me han pedido que aporte para esta sección nueva, mi testimonio personal sobre el influjo de Légaut en mi vida espiritual, y esto pienso hacer, lo mejor que pueda, en estas próximas líneas. Tengo la esperanza de que este relato ayude a entender la relevancia de los textos de Légaut que pueden, a primera vista, parecer descarnados. Y confío que este esfuerzo que he tenido que hacer para poner por escrito algo tan íntimo, anime a otros a exponer, en números sucesivos, semejantes reverbera-ciones de Légaut en su espíritu.
Leí los libros de Légaut en los primeros años setenta, nada más publicar VERBO DIVINO las dos obras de El Hombre en busca de su humanidad e (Introducción al entendimiento del) Pasado y porvenir del cristianismo. La primera impresión fue la de encontrarme ante una obra realmente nueva y viva. Veníamos de un período conciliar de abundante producción religiosa que se presentaba siempre como novedad y renovación. Y, sin embargo, esa literatura posconciliar me sonaba a viejo. Eran libros en los que se confirmaba la visión teológica y la actitud crítica del clérigo ilustrado que era yo entonces, pero que no hacían nacer un nuevo espíritu en mí. En Légaut encontré algo que me invitaba a ir más allá y que me enfrentaba conmigo mismo.
Hace veinte años, aunque ya empezaba a ser consciente de que junto a esa euforia renovadora del posconcilio se ocultaba una crisis muy profunda del espíritu, estaba lo suficientemente empeñado en obras y proyectos de transformación de la Iglesia y de la sociedad que podía aún sobrellevar el vacío y las contradicciones de mi vida interior, e incluso vivir esta situación como vaciamiento y ofrenda en favor de la causa. Aunque la lectura de Légaut, hecha en el ambiente de una práctica de retiro anual que no dejé nunca, me invitaba a un trabajo de reencuentro y sinceración conmigo mismo, no asumí la tarea entonces. Légaut quedó como una referencia a una clarificación interior que yo sabía pendiente. Perdí sus libros, no por falta de estima, sino por todo lo contrario: pierdo los libros que más estimo, porque son de los que más hablo a los amigos y caigo en la debilidad de dejarlos. Pero, de hecho, dejé de releerlos.
Doce años después, hacia 1985, la crisis interior se había hecho más profunda. Como la acción pastoral dispensaba ya menos entusiasmos, se hacía cada vez más difícil seguir aplazando el reencuentro pendiente. El desencanto político y la involución eclesiástica dominaban el horizonte. Sólo cabía aprovechar el cansancio y la lucidez que dan los años, para aceptar, con la mayor dignidad posible, la fatal marginación que imponía la historia y que presagiaba y adelantaba la vejez. Para ello necesitaba, más que nunca, claridad interior. La búsqueda espiritual se hacía más indispensable y exigente: o era auténticamente profunda y personal, o no iba a servir de base a esa nueva etapa de vida, en la que te quedas solo contigo mismo.
A través de una amiga, que me había facilitado en años anteriores el encuentro de ermitas y desiertos para mi retiro anual (Alloza, Farlete…), conocí las visitas de Légaut a España. Acudí al encuentro de 1986 en Bellesguard. Me interesaba conocer en directo a la persona que hacía años ya se me había hecho presente, con fuerza interpeladora, por sus libros. Presentía que podía ser un encuentro importante en mi vida, aunque estaba vacunado contra el fácil entusiasmo. Quería conservar sobre todo la cabeza fría, y no esperar la salvación del deslumbramiento de un nuevo movimiento de espiritualidad. ¡He conocido tántos a lo largo de la vida! Es verdad que cuando te hundes, te puedes agarrar a un clavo ardiente. Pero en ese momento yo prefería hundirme, o seguir nadando, hasta encontrar una tierra firme.
Puedo decir que este primer encuentro con Légaut y su grupo de amigos de España fue aparentemente de lo más irrelevante que podía imaginar. No hubo impacto ni deslumbramiento. Un grupito de diez o doce personas, muchos de ellos exjesuitas, leyendo varias horas al día, en torno a una mesa, páginas de libros que yo ya había leído y oyendo matizaciones y precisiones que, a partir del texto, hacía, en un difícil francés, su viejo autor. Sólo se atrevían a hablar o preguntar los muy iniciados. Se hilaba muy fino en los análisis de lo que pasa en el interior del hombre y en la búsqueda de las palabras más apropiadas. Pero a veces parecía descubrirse el mediterráneo, pues ya estaba todo mejor expresado y tematizado por otros autores. ¡Qué pocas citas y referencias culturales!. ¡Qué poco análisis del condicionante entorno sociocultural! Légaut parecía desinteresado de la realidad española y eclesial en la que había que encarnar una espiritualidad que quisiera ser realista. Y, para postres, no tenía siquiera Légaut ese don de gentes o esa capacidad de penetración personal que tienen otros maestros espirituales. Desde luego, no había ni peligro de “deslumbra- miento”.
Pero sí que había luz, que penetraba e iluminaba poco a poco. Visto en perspectiva de años, el encuentro con Légaut y su grupo de amigos ha sido lo más radicalmente decisivo que me ha acontecido en los últimos decenios. No sólo no me ha defraudado nunca, sino que ha ido entrando y transformando cada vez más mi vida, incitándome y ayudándome a afrontar el trabajo de clarificación interior que tenía pendiente desde hacía muchos años. Esta clarificación ha permitido después que reviviera una vida espiritual que, habiendo sido fuerza y alegría de mi juventud, tras la necesaria metamorfosis a la que ha necesitado someterse para acompañar la evolución imparable de mi ser personal, sigue siendo alimento y gozo de mi madurez.
Los aspectos del pensamiento de Légaut que más han penetrado en mí e iluminado el interior, arriesgando mucho al querer sistematizarlos en tesis, a la manera de los subtítulos de Légaut, son los siguientes:

La vida espiritual, o es totalmente personal y auténtica, o no es.
Si la obra espiritual no nace de la profundidad del ser que es irrepetiblemente uno mismo, no es más que “mermelada” o recubrimiento de pacotilla. O Dios es “mi Dios” o no existe para mí. En vez de desconfiar de la subjetividad, hay que asumirla en pleno pues no hay nada más real que el ser mismo que soy yo y que sólo a mi se me revela de una forma inmediata.
Asumir este principio era cerrar otros caminos de reviviscencia espiritual que oía proponer a otros, o, en el inconsciente culpabilizado, me proponía a mí mismo: la espiritualidad podría recobrarse con el “impulso heroico” –dejarlo todo para ir a Nicaragua o a una leprosería de Zaire– o la obediencia fiel a las “prácticas” espirituales de siempre. Y hay que ver hasta qué punto la imitación de los santos y las reglas estaban metidas dentro de mí como fundamentos de la espiritualidad.
Ser auténtico es en definitiva unir ser y acto, como Dios. Estar todo el ser en lo que se piensa y se hace, sin desdoblamientos ni ficción. Hay voluntarismos que nos hacen creernos otros de lo que somos. Hay roles funcionales que nos hacen hablar y actuar siguiendo pautas y expectativas ajenas.
La autenticidad religiosa exige partir de la fe en sí mismo y de la fidelidad a lo más profundo del propio ser.
Fuí educado en una espiritualidad que partía de una desconfianza hacia el propio ser: en mí, sin la gracia de Dios, sólo había una alimaña salvaje, y si descubría algo de ángel, seguro que era un candidato a ángel rebelde, del que había que desconfiar.
Me impresionó de Légaut antes que nada su invitación a ser yo mismo y a creer en mí mismo. Se trata de apostar a fondo por la persona y liberarla de complejos y culpabilidades. Légaut hace una teología de la liberación personal. Lo mismo que la liberación de los pueblos precede a la teología de la liberación, pero esta reflexión, al hacer una nueva relectura del Evangelio, reconcilia la liberación con la tradición cristiana, potenciándola por lo tanto, así hace Légaut respecto a la liberación personal. Quien ha entrado en un proceso de emancipación personal, necesita una relectura del Evangelio que lo haga iluminador y no rémora de la libertad interior conseguida.
Para mí nadie como él traza las bases teológicamente seguras y metodológicamente diáfanas por las que ha de discurrir esta reconciliación de la liberación personal con la espiritualidad cristiana. En Légaut no se encontrará academicismo teológico. Pero sí valentía para abrir nuevos caminos, rigor de razonamiento y fidelidad al Evangelio. Todo menos frivolidad.

La fidelidad a lo que, desde lo más profundo de mí, me está llamando pasa por la acogida de los bienes específicamente humanos.
Había oído decir que para llegar a Dios había que renunciar a todo lo humano. Sobre todo a lo que tuviera relación con el instinto animal. Ya la teología, sobre todo con Rahner, me había dicho que el conocimiento y la presencia de Dios se dan siempre a través de la mediación creatural. Pero los teólogos de academia se van por las ramas. Légaut aborda la cuestión a fondo. El hombre se realiza como tal viviendo plenamente las experiencias fuertes que le hacen hombre: el amor, la paternidad, la muerte. El amor y la paternidad tienen una hondura instintiva que arraiga en lo más básico del hombre. Y sólo penetrando en el instinto, no rechazándolo, el hombre es invitado a amar y crear de una manera específicamente humana, haciendo trabajo espiritual sobre el cimiento de lo que es más él mismo. Lo mismo que sólo a través de la hondura trágica de la muerte, sin evadirse de su crueldad con imaginaciones celestiales, se llega descubrir la plenitud de vida.
Esta concepción teológica de los bienes específicamente humanos, que no son bienes de consumo sino de continua interpelación, único camino disponible para llegar a lo profundo de nosotros mismos y de Dios, y el haber puesto entre ellos, de una manera tan destacada aunque no exclusiva, el amor conyugal y la paternidad natural, era revolucionaria para uno que llevaba 35 años de clérigo. Me hizo ver hasta qué punto fui engañado, en cuestiones tan vitales, por una tradición religiosa.
Porque el celibato es una cuestión de tradición humana, no de Jesús. Es verdad que Jesús dice, en Mateo 19, que hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, otros hechos por mano de hombre y otros por el reinado de Dios. Yo me reconocía eunuco hecho por los hombres, pues fueron ellos, y no Dios, los que me dijeron, a los once años ya, que si quería ser sacerdote y santo (entonces para mí era lo mismo), tenía que renunciar a la niña de ojos azules de la que me sentía enamorado. La otra posibilidad, de eunuco por el Reino, no por los hombres, puede que se de. Tal vez la viviera Pablo, en su concreto momento histórico. Creyó que para el servicio del Evangelio era mejor vivir, sin “cargas familiares”, aunque podemos rastrear, por su incomprensión hacia la mujer, a qué precio. Hoy, sinceramente, no veo cómo la renuncia al amor conyugal y a la paternidad se puedan vivir como exigencia del Reino, sin que medie un factor biológico, biográfico o cultural. Esta grave mutiliación de la persona, aunque haya jóvenes que estén dispuestas a ofrendarla a Dios, no podemos pensar que la pida Él de verdad, como no pedía tampoco el sacrificio de Isaac. Y, por mi experiencia en el seminario que viví y en el que dirigí, no surge como opción original del interior de los jóvenes candidatos al sacerdocio, sino que es provocada por mediaciones humanas, por una tradición ideológica y un status quo que interesa mantener a través de la ley del celibato sacerdotal.
Aceptar, sin embargo, mi condición de clérigo entrado en años con elegancia, como un dato de mi historia personal que asumía, abriéndome desde ahí a la libertad, al amor y a la vida, era la opción de vida que surgía en mí y que conocía y estimaba Légaut. Él seguía con interés vidas como la de Mons. Gaillot, Obispo de Evreux. Decía que hacían falta muchos hombres de Iglesia así. Viví con él y su grupo como tal clérigo renovado y abierto varios años.
Sin embargo la sorpresa de la vida vino, un poco después de su muerte, con un amor, tan tardío como auténtico, tan improbable como real, que ya no fue reprimido como el de los once años, que ha transformado mi vida y que me ha hecho entender de una manera más personal y directa la profundidad teológica y mística de Légaut. No estoy en condición de escribir ahora sobre todo ello. Todavía estoy, con María, experta en “guardar todo en su corazón”, criando los hijos pequeños y saliendo adelante con la nueva vida y los nuevos trabajos. Es el tiempo de vivir, más que de hablar. Algún día nos saldrán las palabras. Ahora sólo puedo balbucear que nunca en mi larga vida de profesional del espíritu había conocido tanta contemplación y gratitud, tanta paz, tanta presencia de Dios, tanto amor concreto y universal, tanta carencia y plenitud de ser a la vez.
La opción fundamental consiste en sustituir la búsqueda ideológica por el camino interior.
A mitad justo de su libro “El hombre en busca de su humanidad”, Légaut pone al capítulo más breve pero decisivo, el título de “Las dos opciones”. He vuelto muchas veces a leerlo, pues lo considero un punto clave. No creo que él tuviese ningún resabio ignaciano. Pero a mí, que sí lo tengo, me ha recordado la situación y trascendencia de la meditación sobre las dos banderas en el libro de los Ejercicios. Aunque las opciones que propone Légaut sitúan al hombre en un terreno más radical del propuesto por Ignacio. Consiste en ésto: todos los esfuerzos que hace el hombre por situarse frente a Dios, el mundo y sí mismo, incluidas las opciones ignacianas por la riqueza o pobreza, incluidas las diferentes teologías del destierro o la liberación, pueden ser vividos de fuera a dentro, o de dentro a fuera.
Si se tiene una opción de fuera a dentro, fundamentalmente ideológica, doctrinal, basada en la visión del Todo, de lo general, del modelo, las condiciones y experiencias de la propia vida no serán sino ejemplos o aplicaciones, confirmación o excepción (siempre confirmación) de la regla o del modelo.
Si en la búsqueda se parte de dentro a fuera, con una opción personal más que ideológica, la fe será más importante que la doctrina, la experiencia íntima más iluminadora que el modelo, de lo concreto se descubrirá lo universal sin imponer lo general, la fe será el faro de la vida y no las creencias, la fidelidad conjunta a sí mismo y al Dios que llama desde lo más profundo no podrá diluirse en mera obediencia, tranquilizadora de conciencias.
En este segundo camino te vas encontrando poco a poco. Al cabo de algún tiempo empiezas a sentirte ajeno a discursos y modos que te fueron otrora tan comunes. Cuando estoy con mis amigos que hablan maravillas de Jesús Liberador y de los pobres del mundo, me sale, aunque me contengo, el preguntarles, como me he preguntado tanto a mí mismo: ¿pero tú en definitiva, qué te crees de todo esto y qué es lo que está bullendo y pujando en lo más profundo de tí mismo? Frente al dilema ortodoxia-ortopraxis que a veces se esgrimía entre el pensamiento progresista y que dejaba la cuestión sin aclarar, tan ideológica como siempre, Légaut proponía al fin de su vida el término ortopistis, fe recta o auténtica, sincero movimiento de fe, como ideal al que había que tender.
Aunque tal vez el término fe “correcta”, orto, puede ser equívoco. Hecha esta opción, nadie, ni siquiera Légaut, pueden darte un certificado de rectitud. Se asume el riesgo de la libertad personal y se vive en la carencia de seguridad. Sólo algunos signos, como esa continuada sensación de orden y paz en la vida de cada día, pueden ser indicios de estar respondiendo adecuadamente a las misteriosas exigencias profundas en las que Dios se nos manifiesta.

Ser discípulo de Jesús es descubrirlo y hacerme presente a él, no desde la creencia ideológica, sino desde lo profundo de mí.
Toda una vida preguntándome por Jesús, leyendo especialmente cristologías, confieso que me llevaron a un fondo de escepticismo respecto a las diferentes imágenes que un individuo, una época o una colectividad se pueden formar de Cristo, a partir de Jesús de Nazaret. Estaba ya esta actitud en aquel número que publicamos enIglesia Viva, en 1973, titulado “Vivir en Cristo hoy”. Sólo que entonces, junto a la deconstrucción ideológica de los distintos “fantasmas” de Cristo –como los llamaba Freijo–, había un intento constructivo, pero no menos ideológico, de ver a Cristo como “estructura de la realidad” –González Faus– y liberador de los pobres. Creo, como dice Légaut en el capítulo que publicamos en este mismo número, que el acceso a Jesús a través de la cristología, o de la Jesuología más crítico-histórica, está agotado y puede dar ya poco de sí, como alimento de la fe en Jesús.
En los místicos hay fuerza de seguimiento y Jesús es vivido, desde lo profundo, de una manera personal. Me atrajeron los místicos, pero a veces su mundo exterior e interior condicionaba tanto su vivencia, que no es fácil distinguir entre lo que hay de coraje en seguir un camino de búsqueda personal, y lo que hay de cultural en esas mismas representaciones interiores. Por eso figuras como las de Juan de la Cruz y Teresa de Ávila me han fascinado tanto como decepcionado cuando les he requerido sus servicios como guías en mi camino personal.
En Légaut, que toma en serio la opción por la persona y que no confía en la ciencia, ni en la teológica, como guía para la vida, aunque sí sabe usarla, he encontrado a la vez el suficiente conocimiento crítico de los orígenes del hecho cristiano y el coraje de una búsqueda de Jesús desde lo más profundo de mi y su humanidad. Ya que necesariamente nuestro acceso a Jesús es mediado por la imagen que de Él nos formamos, busquémosle tomando muy en serio nuestro interior.
Hoy se dice que el rostro de Jesús está en el rostro de los pobres, y el seguimiento exige ponerse al servicio de todas las causas de justicia y caridad. Es un gran paso. Ya no es el “Cristo Rey” que convoca cruzadas contra los sin-dios. A mí personalmente no me ha acabado de servir ese cambio ideológico para reavivar mi relación personal con Jesús. Pero sí el descubrir, desde dentro de mí, que hay una humanidad que se me va abriendo sin fronteras y que en definitiva persigo, al adentrarme en ella, el rostro de Jesús que “tengo en mis entrañas dibujado”.
Tanta libertad frente a la Iglesia como respeto hacia la vieja madre.
La concepción y vivencia de la Iglesia tiene que cambiar profundamente con tales premisas. Para Légaut la Iglesia del futuro, como a él le gustaba decir, tiene que ser totalmente distinta. Y hoy, por el trabajo interior, hay que irla construyendo. El tema eclesial está bien expuesto y razonado en sus libros. De una Iglesia de autoridad, pedagoga de niños, basada en las muletas de la norma, a una Iglesia convocante de personas libres y creyentes, invitadora universal al trabajo espiritual.
Para Légaut incluso el Vaticano II se quedó muy corto. Por eso nunca se le vió ilusionado de renovaciones litúrgicas o de renovaciones pastorales. Sólo le interesaba el surgir de los pequeños grupos o comunidades, en la medida que acercaba el trabajo de la fe a las personas concretas. Y se alegraba de todo lo que fuera expansión de libertad y nuevos aires. No intervino en polémicas eclesiásticas. Sólo reaccionó a última hora, cuando vió que incluso lo que se había conseguido en el Vaticano II estaba a punto de ser sofocado con una nueva restauración.
En los últimos años estaba estudiando a fondo el movimiento modernista de fin de siglo y la represión sufrida con Pío X. Precisamente, leyendo con detención el libro de Poulat. Lo hacía en vistas a la revisión de Introduction, y lo utilizó para redactar algún capítulo de su obra póstuma, Vie spirituelle et modernité. Hablamos de ello en mi última estancia de una semana con él en el 89. Su escepticismo respecto de una reforma real de las iglesias era cada vez mayor. Y sin embargo el domingo, como simple fiel, seguía bajando a misa a la parroquia de su pueblo y aguantaba con paciencia la torpe homilía del cura reaccionario. “Es una penitencia por mis pecados, Antonio, pero es también el único lazo exterior que sigo teniendo con mi vieja Iglesia y no quiero romperlo”.
Yo me acordaba de esta anécdota hace unos días, cuando a mí mismo me daba razón de por qué, aun habiendo tanto desacuerdo y tanta libertad interior respecto de mi Iglesia, había solicitado de ella la dispensa de mis compromisos clericales y había aprovechado el bautizo de nuestro segundo hijo, para confirmar con la forma canónica nuestro matrimonio. Cuando me ido haciendo adulto por fin y se van acabando las necesarias rebeldías a través de las cuales he asumido mi vida como propia, y no sólo como heredada, voy siendo más capaz de aceptar y querer, con su debilidades y arrugas, a mi vieja madre.

1 comentarios:

carmen dijo...

Usted ha tenido mucha suerte. No es nada fácil escapar.Es como ¿renacer?. Todo el mundo sabe que al nacer sufre la madre, pero no sé si todos son conscientes del sufrimiento del niño.

Me alegro por usted.