sábado, 6 de febrero de 2010

INTRODUCCIÓN A MARCEL LEGAUT (3)


I. Trabajo de la fe (1962)
 1. La semana pasada leímos tres textos de Légaut sobre el período de Les Granges. Eran textos en los que se podía apreciar cómo Légaut (parafraseando un verso de Machado) borraba la historia y buscaba la esencia; o, con palabras de Eugenio D’Ors, miraba de pasar de la anécdota a la categoría. Así fue como completamos una aproximación inicial a la figura de Légaut.
En esta Entrega entramos ya en su obra, que seguiremos según el orden de publicación de sus libros. Hemos preferido seguir este orden cronológico pues refuerza el «discurso de itinerario» de su pensamiento, que se plasma en textos de una etapa, perfectibles, comentables, completables.
 2. Nuestra propuesta, en esta Entrega, es leer el capítulo sexto, «El otro y el prójimo», de Trabajo de la fe, de 1962, del que ya leímos el capítulo primero, «Confesión de un intelectual».
En lo que sigue completaremos, con tres observaciones, la “entradilla” de la web de la AML, que ofrece una información escueta sobre el texto y sobre los temas que salen en él (temas que podrían ser objeto de comentario).
2.1. La primera observación es sobre el contraste entre el largo tiempo de Les Granges (veinte años de 1940 a 1960) y lo escaso de lo escrito en ese tiempo. Quien había escrito tres libros (con meditaciones sobre los Evangelios), de los que se vendieron más de treinta mil ejemplares antes de la guerra, ahora, durante este período, tan sólo escribe los siete textos (unas ciento cincuenta páginas) de Trabajo de la fe.
Sin embargo, es un libro germinal, que anuncia el resto. Por eso, antes de entrar en su período de escritura más elaborado, os proponemos leer al menos un capítulode este librito (aparte del de «Confesión de un intelectual»). El tema que aborda (el otro, el prójimo) apunta a la «carencia de ser» y a la «fe en sí mismo» de la que trataremos en la siguiente entrega.
2.2. La segunda observación es que este texto es, en gran medida, una reflexión realista sobre un conocido fragmento del evangelio, la parábola del «buen samaritano». Lo fundamental es la forma de leer Légaut el fragmento. Consiste en partir de la experiencia humana real para pensar la parábola, es decir, no tanto buscar una lección práctica o moral cuanto concienciar mejor la condición humana real tal cual es, más allá de que se sea mejor o peor, y después pensar en quién debió de ser Jesús.
Los apartados 1, 2 y 4, pese a tener cincuenta años, a mi modo de ver, son acertados, plantean cuestiones que cuestionan aún. El apartado 3, dedicado a la figura de Jesús, es, en cambio, demasiado deudor de un fondo de doctrina quizá un tanto rancio pese al vigor personal que en él se adivina. Veremos, más adelante, cómo Légaut va más allá. Sin embargo, es notable que Légaut sea ya reticente a usar términos teológicos convencionales.
2.3. De todas formas, en este mismo sentido, lo importante es que, dentro de unos años, tal como veremos en El hombre en busca de su humanidad, Légaut separará lo temáticamente humano de lo temáticamente relacionado con la doctrina tradicional del cristianismo. Tal será la condición previa e indispensable de llegar a concebir después de otra manera (y pego ahora un salto por encima de más explicaciones), por ejemplo, la revelación, tal como dirá en un texto quince años posterior:
… revelación íntima sin palabra ni signo, anunciación sin ángel, luz celeste sin estrellas, proclamación sin paloma y sin voz de los cielos, infusión del Espíritu sin lengua de fuego; revelación no por lo que Dios enseña y ordena (…) sino por lo que hace nacer en aquél al que visita («Ensayo sobre la fe», Cuadernos de la Diáspora 20, pág. 81)

II. Un comentario a dos cuestiones.
 En esta tercera Entrega quisiera decir también algo acerca de dos cuestiones entre las planteadas en los comentarios que van saliendo en Atrio. Me gustaría intervenir más, y además como uno más, pero leo y sigo con interés lo que se va diciendo y espero que se reciba esta intervención (y alguna otra que pueda hacer más adelante) como una forma de aprovechar lo que se va opinando y de responder a ello introduciendo nuevos elementos del particular estilo o forma de encarar los temas que Légaut ayuda a descubrir.
1. La primera cuestión es sobre la vida familiar de Légaut; sobre su mujer y sus hijos. A alguno le ha podido parecer que había una descompensación entre hablar sobre todo del trabajo, la profesión, etcétera, y apenas hablar de lo otro.
Y es cierto. La razón es que lo notable de este «intelectual» (escritor o pensador) es su salir de su contexto de origen en cuanto a lo profesional, además de que, en cuanto a lo confesional, lo notable es, sobre todo, su condición de “sauvage”, de “outsider” o de marginal; es decir, su no adscripción a un claustro, academia o institución, y también su carencia de cualquier mandato o licencia homologadas para tratar con garantías acerca de determinados temas.
Sin embargo, volviendo a lo segundo, considero que los datos están dados: casado a los cuarenta, padre de seis hijos, y, cuando éstos ya son mayores, vida itinerante durante casi medio año, a partir de los setenta (como ya precisó Antonio), gracias a que su mujer “le devolvió la libertad” (tal como él nos decía haciendo un guiño al tiempo que daba un ligero codazo al que tenía al lado, no sólo en este asunto sino en muchos de aquellas charlas informales). Hablar más de esto ahora, dada la comunicación no-presencial del “curso”, sería incurrir en indiscreción.
Otra cosa es, sin embargo, que la obra de Légaut sea notable precisamente (entre otras cosas) porque es uno de los autores que ha sabido hablar mejor, con conocimiento, profundidad y exactitud (sin omisión y sin inflación) de todo lo que la vida familiar (es decir, el amor humano, la paternidad, el paso del tiempo, las edades, la aproximación de la muerte, el recuerdo y la presencia de los seres queridos, etcétera) supone, inspira, influye, aporta y sugiere en el plano espiritual.
Pero esto saldrá más adelante; y sólo en parte dado que este “curso/taller” es limitado, es sólo introductorio, y con él no llegaremos más que a entrever distintas posibilidades que, ojalá, los participantes se animen a seguir después. Si leen los libros completos, verán que, en muchos de sus rincones (no sólo en los capítulos expresamente dedicados a ello), se hace patente la incorporación de la vida familiar y de los «instintos fundamentales» en la búsqueda espiritual.
El texto mismo de esta entrega, ¿no puede llevar a una reflexión sobre la relación con el otro y el prójimo en el ámbito de la familia y de las relaciones más electivas y fundamentales de cada uno, a pesar de que aborda un tema distinto: el del encuentro con un desconocido que se encuentra al borde del camino y que necesita de ayuda?
Por último. Para terminar este punto, aduciré dos citas, dos perlas. Primero, un fragmento de Unamuno sobre su vida familiar: según él, vida sin historia; vida íntima sin peripecia ni aventura (reparad en la etimología de estos dos términos); pura costumbre pero no rutina; vida “llena de días” y no “cargada de años”. Con treinta y nueve (uno menos que Légaut cuando se casó), escribía Unamuno a Luis de Zulueta en 1903:
Me habla usted de ciertas desventuras wertherianas. He aquí lo que no conozco. Me puse a los doce años en relaciones con una joven de mi país, guerniquesa; las mantuvimos catorce; a los veintiséis me casé con ella; me ha dado ya seis hijos y espero el séptimo. Nada más prosaico visto desde fuera; nada más poético, quiero decir, creativo, visto desde dentro. A ello debo mi paz, mi serenidad; a ello debo todo. Ha sido mi único amor, amor que es convivencia y sustancia de la vida. (ver: «Notas y citas para la diáspora» en Cuadernos de la Diáspora 5, pág. 135)
Segunda cita. Vida espiritual y modernidad, último libro de Légaut, editado póstumo, en 1992, llevaba esta dedicatoria: «A Marguerite Légaut, este libro que ella ayudó a nacer al permitirme ser. M.L.».
2. La segunda cuestión que recojo (de entre los comentarios que han ido haciendo algunos de los participantes en este curso/taller) es la de un “entusiasta” que, por un lado, conoce la importancia de la distinción entre fe y creencias y, por otro, desea por todos los poros “hablar de Dios”.
Combinar las dos cosas (es decir, hablar de Dios y tener en cuenta la distinción entre fe y creencias) no es fácil. Es más, ahí se han encallado muchos y han levantado un muro para otros. La falta de pudor y de discreción ha sido constante en este tema y en lo espiritual en general; y ello ha sido indicio para muchos de que quienes así hablaban, hablaban, en el fondo, de lo que no conocían.
Y sin embargo la cuestión sigue en pie: ¿cómo no hablar de aquello que es más real y valioso que nada para uno? Pero, ¿cómo hacerlo combinando, por un lado, el sentimiento de la imposibilidad de ajustar el lenguaje a lo espiritual cuando es real, y, por otro, la exigencia que le conduce a uno a hablar de eso real, pues hacerlo esintrínseco al ser humano, de forma que dejar de hacerlo es traicionar?
Esta cuestión no es baladí; es una búsqueda de toda la vida, y es propia, además, de toda vida profunda. Si la he recogido aquí, en esta Entrega, es, como decía, no sólo porque surgía en un comentario sino, además, porque me permite proponer otros dos fragmentos de Trabajo de la fe, dado que esta Entrega trata sobre este libro.
(a) Légaut termina el capítulo segundo, «La vida de fe», con estos párrafos:
Todo creyente que quiere hablar de la vida espiritual como testigo y hacer “obra de tradición”, cuando lo ha hecho, siente que le queda en el fondo de su corazónun resabio de impostura y de fragilidad, ignorado por los que se limitan a enseñar espiritualidad de forma impersonal y siguiendo la doctrina común. Impostura del que da lo que no posee porque, a decir verdad, sólo lo tiene de prestado; impostura del que afirma siempre con demasiada seguridad lo que sólo percibió en las horas más religiosas de su vida, dispersas en la gran somnolencia espiritual que cubre su existencia. Y fragilidad también; porque lo que dice es a la vez verdadero y falso y, en cualquier caso, incompleto: simple generalización, fácil extrapolación de lo que se ha vivido, sabiduría en formación, aún dudosa, a causa de la precariedad de las condiciones en las que se adquirió.
Señor, puesto que hay que hablar de estas cosas, puesto que no hay que callar siempre, deja que este creyente lo haga en contadas ocasiones. Hazle entrar en una comprensión cada vez más penetrante de tu silencio, tan rico en enseñanzas, con que termina, aquí, en la tierra, tu predicación del Reino. El silencio que mantuviste ante las autoridades religiosas y los poderosos de tu tiempo. Silencio solemne, distancia infinita y trágica que seguirán siendo tuyos en la Cruz y que aún sigues guardando. Desafío para unos, confesión de fracaso y aniquilación para otros, pero luz incomparable que ilumina lo que no puede decirse, para el creyente. Pues, después de lo que viviste, después de las oposiciones fundamentales que suscitaste, no hay en tus labios palabra más pura de toda contingencia, palabra más poderosa, palabra más universal que tu silencio, esa última llamada tuya a la vida de fe.
(b) Por otra parte, el capítulo cuarto, «El testimonio del adulto», comienza así:
La vida espiritual, como toda vida, aspira a comunicarse: es su instinto profundo. La inten si dad de la vida espiritual se mide por la necesidad de comunicación. El más solitario de los hom bres, en determinados momentos, se siente impelido a dialogar en su interior con sus conocidos de antaño, con los que un día le escucharon y acogieron. Ha blar y decirse a sí mismo y a su Dios y hablar y decirse a otro, son los dos tiempos de la respi ración espiritual del hombre.
¿Puedo hacer una pequeña glosa a este párrafo para terminar? Voy a ello. Sin duda, es un párrafo que recuerda esto de Légaut de unos años antes:
«Desde que vivo separado de vosotros en mi soledad en medio de las montañas, ¡cuántas veces he pensado en lo que voy a deciros! (…) ¡Cuántas veces he trazado en mi mente este testimonio personal que ahora voy a escribiros! Porque, ahora que sólo muy raramente tengo un auditorio, yo, que tenía por costumbre meditar en voz alta ante vosotros, estoy sumergido en mi verbo interior».
Pero lo importante de este párrafo no es tanto que ubique el arranque de la obra de Légaut, sino que formule implícitamente dos cosas fundamentales:
(1) que la expresión y la comunicación son intrínsecas a la experiencia y a la conciencia, y no algo meramente añadido («La vida espiritual, como toda vida, aspira a comunicarse…») y por tanto que es importante «hablar»; y
(2) que el fondo espiritual propio se expresa no sólo en una dirección (o en una forma) sino en tres direcciones (o formas) distintas, pero que son del mismo rango, y cuya diferencia depende del interlocutor inmediato de cada una de ellas (conocidos, uno mismo, el Dios de uno). A estas tres formas distintas, las solemos llamar: testimonio, meditación y plegaria. Ellos son los tres nombres reverenciales (tradicionales) de lo que, en lenguaje profano, llamamos: narración, ensayo y poesía.
Y termino. ¿Dónde ubicar el «hablar de…» y cómo articular este hablar con las otras dos formas de expresión en la que la experiencia espiritual llega a ser expresándose? Ahí está el arte.
 3. Post Data: En los últimos comentarios (del 30/1/2010 al 1/2/2010) surge una nueva cuestión (complementaria de la anterior) acerca de la dificultad de hablar de (y desde) la propia vida, único camino de poder llegar a hablar del mundo y de Dios de forma sensata y útil. Un interviniente retoma lo que dice otro: “creo que la causa está en que es más fácil analizar lo que está fuera de nosotros que nuestro propio interior.” ¡Qué razón tienen ambos y otros que abundan en ello y otros que, probablemente, enriquecerán esta perspectiva!

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