viernes, 19 de febrero de 2010

METÁFORAS SOBRE DIOS

Pope Godoy
“Sabemos que Dios no tiene manos, pero nosotros estamos en manos de Dios”. Esta metáfora tan sugerente del credo de Díez Alegría abre el camino para estos breves apuntes. “A la divinidad nadie la ha visto nunca” (Jn 1,18), de modo que nos aproximamos sólo a través de metáforas y comparaciones balbucientes.

Los especialistas en antropología religiosa han estudiado en las más variadas épocas y culturas eso que solemos llamar experiencia religiosa. La han descrito en términos de tanteo, aproximación y desconcierto. Hablan de “lo tremendo”, “lo fascinante”, “lo totalmente otro”. Lo que atrae, atemoriza, “engancha”… Algo que nos desborda por los cuatro costados.

La exuberancia de metáforas sobre Dios en el Antiguo Testamento se enmarca en un contexto cultural agrícola y patriarcal. La experiencia se formula con metáforas de marcado acento interpersonal. Dios habla (“Oráculo de Yahvé”) y la persona creyente habla con Dios. Los salmos desgranan todo un cúmulo de sentimientos, dentro de la inmensa ambigüedad humana, en forma de oración.

Esas metáforas contienen también un fuerte componente antropomórfico: Dios se alegra, se irrita, se arrepiente, se enternece… Se subraya de manera muy destacada el poder de Dios, “Rey mío y Dios mío” (Sal 5,2; 84,3); “su majestad sobre el cielo y la tierra” (Sal 148,13). Pero también aparece la metáfora maternal de cercanía y ternura: “¿Puede una madre… dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is 49,15).

Jesús de Nazaret utiliza con frecuencia la metáfora del Reino-Reinado de Dios. Sin embargo, no emplea la fórmula de Dios-Rey, como metáfora de poder, sino la de Dios-Padre como metáfora de cercanía, de compasión y ternura. Todas las parábolas de Jesús son metáforas sobre Dios que interpelan, desconciertan, fascinan, rompen esquemas… Formulan una nueva visión de Dios y, en consecuencia, una nueva visión de la familia humana. El centro de gravedad se traslada desde la grandeza de Dios hacia el sufrimiento y la felicidad del ser humano. Esa es la gran revolución religiosa que Jesús aporta a la humanidad.

En contraste con esa intuición genial, las metáforas sobre Dios que subyacen en muchas teologías (pecado original, redención por la sangre, castigo eterno, elección excluyente…) son incompatibles y contradictorias con esa otra esclarecedora y grandiosa metáfora de Dios encarnado en Jesús de Nazaret.

La progresiva adultez del ser humano y la influencia de una sociedad laica nos ayudan a revisar nuestras metáforas sobre Dios. Por una parte, la teología feminista reivindica la metáfora de Dios-Madre, tan legítima como la de Dios-Padre. Sin duda. Pero es importante tener en cuenta que las metáforas sobre Dios están condicionadas por los contextos culturales y también por nuestras propias experiencias individuales. Por ejemplo, la persona que tiene una experiencia traumática de su padre o de su madre es casi imposible que pueda transferir hacia Dios el nombre de padre o de madre. Y desde luego, se nos queda muy claro que Dios no es ni varón ni mujer…

La ambigüedad de las metáforas.
Pero hay más. En la sociedad laica todo sucede como si Dios no existiera. ¡El silencio de Dios! Bonhoeffer lo formuló con deslumbrante lucidez: “Ante Dios y con Dios, vivimos sin Dios”. La sociedad se organiza en todos sus ámbitos, incluso en la ética, con total autonomía y sin tutelas externas. Y aquí se produce un vuelco de extraordinaria importancia: ninguna religión puede invocar una pretendida revelación divina para violar un solo derecho humano.

Si todas las religiones asumieran este cambio de perspectiva, la humanidad entera daría un paso de gigante hacia la paz, el diálogo, el respeto mutuo y la eficaz realización de los derechos humanos para cada una de las personas. A partir de ahí, queda un inmenso tajo para la solidaridad, para la gratuidad y para la denuncia. Por ahí camina el Dios de Jesús.

Pensando y hablando de Ti, me encuentro ante Ti y Contigo (“más íntimo que mi propia intimidad”, había escrito Agustín de Hipona), en silencio lacerante y, a la vez sosegado. Porque, a pesar de tanto desgarro y tanto desconcierto, siempre estoy, siempre estamos en Tus manos.

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