Gonzalo Revilla
Ahora que hemos descubierto que los economistas apenas sabían de economía, ahora que los grandes estafadores y embaucadores están escondidos repensando sus mentiras, ahora que nuestras intuiciones sobre el funcionamiento del mundo han sido refrendadas por la evidencia... es bueno que sigamos haciendo de economistas, elaborando teorías de andar por casa y usando nuestra lógica, nuestro sentido común, para organizar este caos.
Todo, absolutamente todo, fue sacrificado al Productivismo, un sistema que exigía cada vez más víctimas, con una voracidad insaciable. Así esquilmamos los mares, los bosques, el subsuelo, las especies animales, todo... El crecimiento ilimitado era una religión económica (lo sigue siendo) y los mercados la propagaron a los cuatro vientos, y nos convencieron de que sí, de que era posible crecer hasta el infinito, que los recursos se recuperarían por arte de magia, que todo en este planeta estaba al servicio del capital, de un puñado de señores que acumularon riqueza desafiando la decencia, la legalidad, el sentido común.
Ahora están "refundando" el capitalismo, porque aún no se creen que la gallina de los huevos de oro haya dejado de poner. Y el negocio les parecía tan redondo que no van a renunciar a él sin luchar. La irritación de buena parte de la humanidad les parece una anécdota, algo pasajero. La miseria de otra buena parte de la humanidad ni siquiera les parece. Irrelevante. Del todo irrelevante.
Los ciudadanos tenemos dos tareas pendientes, dos estrategias paralelas, dos frentes a los que atender. Por un lado la presión sobre los dueños del monopoli, para que no piensen que pueden seguir robando y dilapidando lo poco que queda. Por otro lado el cambio del paradigma en el que nos movemos, porque nuestros comportamientos están viciados, contaminados, sometidos a la lógica del productivismo. Y no podremos construir nada nuevo si no cambiamos esos comportamientos, si no generamos prácticas sostenibles.
Sobre esto segundo: consumiendo como lo hacemos el futuro seguirá hipotecado. Y de momento no se atisba ningún interés por cambiar estos hábitos. Incluso en muchos casos uno sospecha que detrás de gran parte de la indignación de occidente lo que late es un deseo de volver a lo de antes, al consumo, a la capacidad adquisitiva, a los lujos. Sin pararnos a pensar que lo que ha hecho colapsar ese al sistema es, precisamente, esa voracidad.
Hagamos economía de andar por casa. Y pensemos en las cosas que tenemos y disfrutamos. Señalemos aquellas que son un lujo, entendiendo por lujo todo aquello que no es exportable al conjunto de los habitantes del planeta. Es decir: hay alimentos para los más de seis mil millones de personas que conforman este planeta, pero no hay capacidad de servir hamburguesas ni carne para todos, con lo cual comer no es un lujo, pero la dieta carnívora de Occidente sí lo es. Hay vehículos para que todos (los seis mil millones) podamos desplazarnos a nuestros lugares de trabajo o de ocio, pero no es posible hacer eso en transporte privado y motorizado, con lo que podemos desplazarnos rápido y cómodo, pero el coche privado es un lujo. Hay posibilidad de que todos y todas vayamos elegantes y limpios, con ropa cómoda y adecuada, pero es del todo imposible llenar los armarios de todo el planeta como llevamos los nuestros, con un exceso de ropa evidente. Sigan ustedes, hagan su propia lista.
Los lujos no son malos. Es sano y conveniente que podamos, alguna vez, salir a cenar fuera, hacer un viaje, darnos un homenaje. Pero no podemos vivir instalados en el lujo, porque ese lujo está construido sobre la miseria de otros. Nuestras dietas hipercalóricas son a costa de la malnutrición de millones de personas; nuestro móvil de última generación lo es a costa de expoliar a algunos países africanos; nuestro mobiliario barato lo es a costa de roturaciones salvajes en bosques Brasileños... todo lo que aquí tenemos en exceso está balanceado con la miseria, la explotación y la muerte en el otro brazo de la balanza.
Esto podemos esconderlo, matizarlo, pero es así de cruel y así de sencillo. Nuestros comportamientos afectan a muchos. nuestra forma de consumir supone la incapacidad de hacerlo en el Sur. Yo tengo un coche porque unos pocos nunca lo van a tener. Yo puedo encender el aire acondicionado porque otros muchos nunca lo harán. Yo puedo comer carne varias veces a la semana, porque alguien dedica hectáreas de tierra fértil a dar de comer a las vacas....
Insisto: podemos matizarlo, pero es así. Y es urgente modificar nuestros comportamientos, nuestros hábitos de consumo, hasta hacerlos sostenibles y exportables al conjunto del planeta. Eso supondrá agotar la vida útil del móvil, eso supondrá consumir las calorías que precisamos y ni una más, eso supondrá abandonar el transporte privado y optar por el colectivo, eso supondrá repartir el trabajo, tener menos ropa, hace menos viajes, tener menos electrodomésticos, consumir menos agua, menos energía...
¿Volvernos a la cavernas? Eso dicen algunos a renglón seguido. Pero no. Habría que hablar ahora de satisfactores y necesidades, pero ya es muy largo esto, así que lo dejamos aquí. En cualquier caso vivir con menos no nos hace menos felices, más bien al contrario. Y si nos hace más conscientes del lugar que ocupamos en el planeta, de la finitud de los recursos, de la imprescindible solidaridad con el resto de los habitantes de la Tierra.
El decrecimiento es una urgencia, no un capricho de un par de iluminados. Replantearnos cómo vivimos y cómo consumimos es fundamental para dar paso a una nueva humanidad. Si no haces un pequeño gesto, una renuncia a alguno de tus lujos, un paso hacia un consumo racional y sostenible, entonces no podremos avanzar hacia un mundo mejor.
Enfrentar a los dueños del monopoli, por supuesto. Con todas las fuerzas de que dispongamos, con todas las alianzas que se puedan entre el Sur y el Norte. Pero también cambio de patrones de consumo. Porque si no saldremos del túnel para volvernos a meter en otro igual. O peor.
Ahora que hemos descubierto que los economistas apenas sabían de economía, ahora que los grandes estafadores y embaucadores están escondidos repensando sus mentiras, ahora que nuestras intuiciones sobre el funcionamiento del mundo han sido refrendadas por la evidencia... es bueno que sigamos haciendo de economistas, elaborando teorías de andar por casa y usando nuestra lógica, nuestro sentido común, para organizar este caos.
Todo, absolutamente todo, fue sacrificado al Productivismo, un sistema que exigía cada vez más víctimas, con una voracidad insaciable. Así esquilmamos los mares, los bosques, el subsuelo, las especies animales, todo... El crecimiento ilimitado era una religión económica (lo sigue siendo) y los mercados la propagaron a los cuatro vientos, y nos convencieron de que sí, de que era posible crecer hasta el infinito, que los recursos se recuperarían por arte de magia, que todo en este planeta estaba al servicio del capital, de un puñado de señores que acumularon riqueza desafiando la decencia, la legalidad, el sentido común.
Ahora están "refundando" el capitalismo, porque aún no se creen que la gallina de los huevos de oro haya dejado de poner. Y el negocio les parecía tan redondo que no van a renunciar a él sin luchar. La irritación de buena parte de la humanidad les parece una anécdota, algo pasajero. La miseria de otra buena parte de la humanidad ni siquiera les parece. Irrelevante. Del todo irrelevante.
Los ciudadanos tenemos dos tareas pendientes, dos estrategias paralelas, dos frentes a los que atender. Por un lado la presión sobre los dueños del monopoli, para que no piensen que pueden seguir robando y dilapidando lo poco que queda. Por otro lado el cambio del paradigma en el que nos movemos, porque nuestros comportamientos están viciados, contaminados, sometidos a la lógica del productivismo. Y no podremos construir nada nuevo si no cambiamos esos comportamientos, si no generamos prácticas sostenibles.
Sobre esto segundo: consumiendo como lo hacemos el futuro seguirá hipotecado. Y de momento no se atisba ningún interés por cambiar estos hábitos. Incluso en muchos casos uno sospecha que detrás de gran parte de la indignación de occidente lo que late es un deseo de volver a lo de antes, al consumo, a la capacidad adquisitiva, a los lujos. Sin pararnos a pensar que lo que ha hecho colapsar ese al sistema es, precisamente, esa voracidad.
Hagamos economía de andar por casa. Y pensemos en las cosas que tenemos y disfrutamos. Señalemos aquellas que son un lujo, entendiendo por lujo todo aquello que no es exportable al conjunto de los habitantes del planeta. Es decir: hay alimentos para los más de seis mil millones de personas que conforman este planeta, pero no hay capacidad de servir hamburguesas ni carne para todos, con lo cual comer no es un lujo, pero la dieta carnívora de Occidente sí lo es. Hay vehículos para que todos (los seis mil millones) podamos desplazarnos a nuestros lugares de trabajo o de ocio, pero no es posible hacer eso en transporte privado y motorizado, con lo que podemos desplazarnos rápido y cómodo, pero el coche privado es un lujo. Hay posibilidad de que todos y todas vayamos elegantes y limpios, con ropa cómoda y adecuada, pero es del todo imposible llenar los armarios de todo el planeta como llevamos los nuestros, con un exceso de ropa evidente. Sigan ustedes, hagan su propia lista.
Los lujos no son malos. Es sano y conveniente que podamos, alguna vez, salir a cenar fuera, hacer un viaje, darnos un homenaje. Pero no podemos vivir instalados en el lujo, porque ese lujo está construido sobre la miseria de otros. Nuestras dietas hipercalóricas son a costa de la malnutrición de millones de personas; nuestro móvil de última generación lo es a costa de expoliar a algunos países africanos; nuestro mobiliario barato lo es a costa de roturaciones salvajes en bosques Brasileños... todo lo que aquí tenemos en exceso está balanceado con la miseria, la explotación y la muerte en el otro brazo de la balanza.
Esto podemos esconderlo, matizarlo, pero es así de cruel y así de sencillo. Nuestros comportamientos afectan a muchos. nuestra forma de consumir supone la incapacidad de hacerlo en el Sur. Yo tengo un coche porque unos pocos nunca lo van a tener. Yo puedo encender el aire acondicionado porque otros muchos nunca lo harán. Yo puedo comer carne varias veces a la semana, porque alguien dedica hectáreas de tierra fértil a dar de comer a las vacas....
Insisto: podemos matizarlo, pero es así. Y es urgente modificar nuestros comportamientos, nuestros hábitos de consumo, hasta hacerlos sostenibles y exportables al conjunto del planeta. Eso supondrá agotar la vida útil del móvil, eso supondrá consumir las calorías que precisamos y ni una más, eso supondrá abandonar el transporte privado y optar por el colectivo, eso supondrá repartir el trabajo, tener menos ropa, hace menos viajes, tener menos electrodomésticos, consumir menos agua, menos energía...
¿Volvernos a la cavernas? Eso dicen algunos a renglón seguido. Pero no. Habría que hablar ahora de satisfactores y necesidades, pero ya es muy largo esto, así que lo dejamos aquí. En cualquier caso vivir con menos no nos hace menos felices, más bien al contrario. Y si nos hace más conscientes del lugar que ocupamos en el planeta, de la finitud de los recursos, de la imprescindible solidaridad con el resto de los habitantes de la Tierra.
El decrecimiento es una urgencia, no un capricho de un par de iluminados. Replantearnos cómo vivimos y cómo consumimos es fundamental para dar paso a una nueva humanidad. Si no haces un pequeño gesto, una renuncia a alguno de tus lujos, un paso hacia un consumo racional y sostenible, entonces no podremos avanzar hacia un mundo mejor.
Enfrentar a los dueños del monopoli, por supuesto. Con todas las fuerzas de que dispongamos, con todas las alianzas que se puedan entre el Sur y el Norte. Pero también cambio de patrones de consumo. Porque si no saldremos del túnel para volvernos a meter en otro igual. O peor.
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