Digo el caso Pagola, pero podría decir otros muchos más. Basta recordar una reciente historia. El concilio Vaticano II fue tarea y fruto de los teólogos mejores del momento y esos mismos teólogos, en buena parte, fueronposteriormente censurados y represaliados. Y quienes han narrado algo de su historia con Roma lo hacen con amor, pero también trasluciendo el gran sufrimiento que los censores les hicieron pasar.
No es, pues, cosa de una persona, en este caso de nuestro querido José Antonio Pagola, sino de muchos. Lo cual da a entender que se hace preciso aclarar por qué ocurre en una y otra época, en uno y otro lugar, con unos y otros teólogos.
Hay un procedimiento establecido o, al menos, así lo entiende y ejecuta Roma, como si se tratara de cumplir órdenes divinas inapelables. Esta sacralidad del sistema es la que hay que cuestionar, pues por ella obran investidos de sacralidad sus representantes.
Nunca he entendido por qué, tratándose deTeología, de interpretaciones doctrinales, un teólogo designado para este oficio pueda tener apriori una conformidad con la verdad que no tendrían los que proceden libremente. Y la historia documenta claramente que en múltiples casos de conflicto ha sido obvia la mediocridad e inferioridad de muchos de estos teólogos de oficio frente a los cuestionados. Pero, a la postre eran ellos los que tenían razón y su dictamen imponía acatamiento y, en caso contrario, sanciones.
Quiero contar dos anécdotas personales que confirman lo dicho. Tuve ocasión de consultar a un obispo que entendía de estas cosas y cuando le dije: - Quiero hacer recurso contra la Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe, me contestó: - Pero, qué dices, eso es imposible, nunca a nadie se le ocurrió, siempre fue así.
En otra ocasión, en Roma pregunté a un alto cargo de la Sagrada Congregación de Religiosos: - ¿Sabes si los teólogos, elegidos para dictaminar sobre la ortodoxia de los teólogos, ejercen su oficio por derecho o son designados para cada caso?. - Lo son de oficio, pero te advierto una cosa, los teólogos del Santo Oficio (hoy la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe) son pocos y malos.
Los que estamos en la Iglesia católica, lo sabemos muy bien por toda nuestra historia bimilenaria, tenemos como misión y tarea seguir a Jesús. Su vida comportó una enseñanza y una praxis, una manera de vivir, recogida en el Nuevo Testamento, que es la que debe inspirar y configurar la vida de cuantos queremos seguirle.
Está claro que, al contarnos la vida de Jesús, los evangelistas iban a darnos narraciones con interpretaciones un tanto diversas. Era natural, pero hoy, los estudiosos concluyen que en esas narraciones descubrimos puntos básicos, coincidentes, que son los que constituyen el mensaje central de Jesús y que, en todo momento, deben guiarnos para mostrarnos de verdad discípulos suyos.
Esto es lo importante y, con más o menos claridad, ha estado siempre presente en la conciencia de la Iglesia, incluso en la ardua y cambiante tarea de ir presentando ese Evangelio en la contingencia de cada época. Eso pertenece a la historia y en su itinerario vemos la colisión permanente entre quienes, como Francisco de Asís, apelaban a la Regla pura del Evangelio y quienes más enfrascados en la asimilación y diálogo de culturas utilizaban su lenguaje y costumbres para transfundir en ellas la savia del Evangelio.
Un reto que no ha terminado. Pues la teología de hoy, más cauta y crítica, está empeñada en no perder como objetivo suyo último el seguimiento de Jesús, el volver a El, y poder confrontar con El lo que de válido y actual o de desechable y anacrónico se ha ido acumulando en el cristianismo histórico.
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