sábado, 6 de noviembre de 2010

CELIBATO

J.I. González Faus

En tiempos de pederastias clericales y morbos afines ¿puede un pobre diablo pecador y jesuita ofrecer su testimonio sobre el tema del celibato? Lo Intentaré, amparándome en testimonios más añejos que el mío.

1. Pere Casaldáliga, en un famoso soneto a muchachos que se preparaban para el ministerio eclesial, les decía: “será una paz armada compañeros / será toda la vida esta batalla / que el cráter de la carne sólo calla / cuando la muerte acalla sus braseros”. Un chaval que leyó el poema me comentaba ingenuamente: “no pensé que Casaldáliga tuviera tanta experiencia de eso”. Y el soneto del obispo continúa: “no es que dejéis el corazón sin bodas / habréis de amarlo todo, todos, todas / discípulos de Aquél que amó primero”.

Amor más universal y batalla más dura. No se trata de un desprecio platónico de la materia ni de suprimir la dimensión afectiva de la persona, sino de intentar transformarla para que se parezca al amor “hasta el extremo” (Jn 13,1) del Dios que anuncia el cristianismo. Intentar eso ¡nosotros que casi no somos más que necesidad de afecto! Es una locura, no una gesta; y eso hay que saberlo. Pero todo lo que tiene que ver con el amor y con Dios tiene algo de locura, aunque luego muchos que no salen en la prensa puedan testificar que a veces esa locura “funciona”. Quizá por eso dijo Schillebbeckx que toda relación de pareja ha de tener unas dosis de celibato y, si no, no funcionará. Ser hombre o mujer es simplemente aprender a amar; y lo que cuenta al final de nuestro trayecto, en este campo, no es un expediente impoluto sino lo que se haya aprendido a querer.

2. A esta visión de Casaldáliga le añade un matiz Jesús de Nazaret: “no se concede a todos”. Por tanto: si lo anterior se vive como un regalo, aunque cueste, vamos por buen camino; si se lo ve como una obligación, no tiene futuro. Imponer como ley lo que sólo es un don, o decir fanfarronamente que “el matrimonio es para la tropa”, es convertir en mérito propio lo que se nos ha dado.

3. Lo dicho arroja un balance claro: hay cierta coherencia entre el ministerio eclesial, como constructor y servidor de la comunidad y la vida célibe. Pero esa coherencia no puede imponerse por la fuerza sino que debe ser despertada por la iniciación en la experiencia del amor de Dios. El año 325, en el concilio de Nicea, se intentó por primera vez imponer el celibato a todos los servidores de la Iglesia (obispos, presbíteros...). Y cuenta el historiador Sócrates que un tal Pafnucio, obispo de la Tebaida, se irguió en la asamblea y “vociferó con vehemencia que no había que imponer esa carga; que el matrimonio y el lecho conyugal son santos, y que un exceso de severidad resultaría dañino para la Iglesia, pues no todos podrían soportar una disciplina tan estricta” (1, 11).

Demostró así que su celibato no le había vuelto reprimido ni envidioso sino más comprensivo: como debe ser. Pero al menos, en aquellos tiempos los problemas se discutían. Desde entonces las iglesias orientales han conservado la disciplina de Nicea: ordenan personas casadas y el celibato sólo obliga a quien ha accedido como célibe al ministerio.

4.- La demanda actual de reexaminar la ley del celibato no puede ser ese sueño burgués, según el cual la mujer no es más que la última demanda de un clero que ya lo tiene todo. Pues, como escribe Metz, si algo necesita el cristianismo hoy es encarnarse “más allá de la religión burguesa”. La razón de esa demanda es que las comunidades tienen derecho a la eucaristía, y la institución eclesial no puede privarlas de ese derecho. Ello creo que obliga, en nombre del evangelio, a elevar una protesta dolida por lo ocurrido en las iglesias mexicanas de Chiapas, con don Samuel Ruiz.

Este obispo fue formando pacientemente una hornada de diáconos casados, que salían de las mismas comunidades, recibían buena formación teológica y acabaron siendo líderes y puntos de referencia de las comunidades. Con el paso de los años y visto el éxito del experimento, las mismas comunidades acabaron preguntando por qué no se podía ordenar de presbíteros a todos aquellos diáconos que eran efectivamente (y con léxico bíblico) “sus pastores”.

La reacción de Roma no fue afrontar ante Dios el problema, sino prohibir de un plumazo la ordenación de nuevos diáconos. Dicen que a esa decisión contribuyeron presiones del gobierno mexicano de derechas, temeroso ante el liderazgo de los diáconos. Pero eso no importa ahora. Lo doloroso es constatar el declive de aquellas comunidades, unos años después.

En mi humilde opinión ese modo de proceder fue pecaminoso. La eucaristía es un derecho de las comunidades que está por encima del derecho que tenga la institución a imponer algunas condiciones para los responsables de la Iglesia. Hace ya 40 años, Rahner decía que esto es “evidente”. Responder que la eucaristía no es un derecho sino un don y que la Iglesia hace un regalo cuando impone una ley, es respuesta heterodoxa, aunque la hagan algunas mitras para defender el status quo.

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