La inmigración es estructura, como lo es la democracia. Y estructura es aquello que dura. Así, los datos para comprender qué aporta la inmigración en tanto que población que no sólo trabaja, sino que escucha música, va al fútbol y manda mensajes a través del teléfono móvil, han de mirar, por fuerza, más allá de la coyuntura económica y de la electoral. Su contribución se aprecia, con más templanza, en el medio y en el
largo plazo.
De ahí que los datos estructurales no suelan coincidir con las encuestas “electorales”. Al igual que discrepa la evidencia aquilatada de lo que son sólo pronósticos. La perspectiva es distinta porque unos son datos contantes y los otros sonantes. Aquí van dos ejemplos. El primero es un informe que ha requerido varios años de estudio y que ha sido realizado por investigadores de la Universidad de Lille por cuenta del Ministerio de Asuntos Sociales. El otro es un sondeo ocasional, publicado por el diario El Mundo, que apuntala la política de enfrentamiento entre autóctonos e inmigrantes.
El Estado francés recibe de los inmigrantes un saldo positivo de 12.400 millones de euros una vez que se han computado las contribuciones y las prestaciones. Las grandes partidas de su aportación son las cotizaciones sociales (26.400 millones) y los impuestos sobre el consumo (18.400 millones), mientras que sobresalen los costes en pensiones (16.300) y en sanidad (11.500). En total reciben de los presupuestos del Estado 47.900 millones pero pagan 60.300 millones. Es el resultado de que mantengan una estructura por edad más joven y lleven un siglo de arraigo. Coinciden, además, estos investigadores con los datos difundidos por la Agencia Tributaria, cuando aseguran que el salario medio de los nativos duplica al de los foráneos.
Por otra parte, el sondeo electoral no suele registrar las percepciones sino que primero las construye y luego las corrobora. Así, en esta encuesta se les pregunta a los catalanes si prefieren vivir junto a una discoteca (sic) o al lado de una mezquita y se ratifica que el 61% quiere prohibir el burka en todos los lugares (sic) y que el 48% apoya la imposición de un “contrato de integración” que incluye abandonar el país (sic) en caso de perder el empleo. ¿Desde cuándo se llama integración a la firma de un despido y a elegir entre el ruido y el rezo? Lo dicho, datos sonantes.
Antonio Izquierdo es catedrático de Sociología
largo plazo.
De ahí que los datos estructurales no suelan coincidir con las encuestas “electorales”. Al igual que discrepa la evidencia aquilatada de lo que son sólo pronósticos. La perspectiva es distinta porque unos son datos contantes y los otros sonantes. Aquí van dos ejemplos. El primero es un informe que ha requerido varios años de estudio y que ha sido realizado por investigadores de la Universidad de Lille por cuenta del Ministerio de Asuntos Sociales. El otro es un sondeo ocasional, publicado por el diario El Mundo, que apuntala la política de enfrentamiento entre autóctonos e inmigrantes.
El Estado francés recibe de los inmigrantes un saldo positivo de 12.400 millones de euros una vez que se han computado las contribuciones y las prestaciones. Las grandes partidas de su aportación son las cotizaciones sociales (26.400 millones) y los impuestos sobre el consumo (18.400 millones), mientras que sobresalen los costes en pensiones (16.300) y en sanidad (11.500). En total reciben de los presupuestos del Estado 47.900 millones pero pagan 60.300 millones. Es el resultado de que mantengan una estructura por edad más joven y lleven un siglo de arraigo. Coinciden, además, estos investigadores con los datos difundidos por la Agencia Tributaria, cuando aseguran que el salario medio de los nativos duplica al de los foráneos.
Por otra parte, el sondeo electoral no suele registrar las percepciones sino que primero las construye y luego las corrobora. Así, en esta encuesta se les pregunta a los catalanes si prefieren vivir junto a una discoteca (sic) o al lado de una mezquita y se ratifica que el 61% quiere prohibir el burka en todos los lugares (sic) y que el 48% apoya la imposición de un “contrato de integración” que incluye abandonar el país (sic) en caso de perder el empleo. ¿Desde cuándo se llama integración a la firma de un despido y a elegir entre el ruido y el rezo? Lo dicho, datos sonantes.
Antonio Izquierdo es catedrático de Sociología
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