Joan Surroca i Sens
El sociólogo francés Edgar Morin ha recapitulado en un libro algunos de sus artículos escritos en la última década. Sorprende que mucho antes de llegar la crisis actual, este intelectual clarividente ya alertaba de que la humanidad corre el riesgo de hundirse por su incapacidad de tratar sus problemas vitales. Cuando la sociedad se encuentra en esta situación “…o bien se desintegra, o bien es capaz en su desintegración de metamorfosearse en un metasistema más rico”.
El cambio climático, la carrera armamentística (especialmente la nuclear) y el desfase creciente entre la tecnociencia y la ética son tres grandes retos que muchos auguran como presagios de catástrofes. El mensaje de Morin es claro: “Lo improbable permanece como posible y la historia nos ha demostrado que lo improbable podía reemplazar a lo probable” . El convencimiento de que no todo está perdido alienta la convicción de que es posible crear sociedades alternativas al creciente hedonismo y consumismo occidental que parece extenderse por todos los rincones de la Tierra.
El pesimismo sólo gana nuestro ánimo cuando olvidamos la creatividad positiva que somos capaces de generar. Algo inédito e irreversible está aconteciendo en diferentes puntos del planeta y, de manera especial, en el continente americano. Aquellos temores de vernos absorbidos por la fuerza de la potencia hegemónica se han transformado en posibilidades reales de convivencia pacífica entre culturas milenarias.
La actual crisis mundial, a pesar de ser un flagelo para los más humildes, ejerce un papel de fuego purificador que nos facilita escuchar, que afina nuestra mirada y que permite ralentizar el ritmo alocado que se vive en algunas partes del mundo. Sin embargo, una excesiva confianza sería pecar de candidez. La realidad es que la concienciación avanza lentamente en comparación al discurso persistente en la dirección contraria, es decir, el discurso del crecimiento como solución.
El movimiento que defiende el decrecimiento es uno de los más luminosos que se han puesto en marcha últimamente y ha logrado, en poco tiempo, penetrar en distintos ámbitos de la sociedad europea, si bien con incidencia desigual según los países. El eje fundamental del decrecimiento es disminuir la producción económica y así lograr una nueva relación de equilibrio entre el ser humano y la naturaleza, favorecer un mejor entendimiento entre los seres humanos y propiciar un reparto equitativo de los frutos de la Tierra.
El tiempo irá arrojando luz sobre el futuro deseado, que ahora sólo entrevemos parcialmente. Es impensable llegar a buen puerto sin cambiar de sistema económico. La economía debe limitarse a formar parte de un subsistema de la biosfera, tal como advierte Vicente Verdú: “El nuevo sistema que se deduzca de esta crisis vendrá a ser el resultado de un quehacer conjunto donde, a la fuerza, la razón económica dejará de ser la exclusiva matriz”.
Desde antiguo se han levantado voces sobre la necesidad de cuidar la Tierra y las especies que la pueblan. Fue a partir de la segunda mitad del siglo pasado cuando en Occidente sonó la alarma ante las formas de vida cada vez más depredadoras. A principios de los años setenta se hizo popular el informe encargado por el Club de Roma a varios especialistas, los cuales denunciaron la extrema gravedad en que se encontraba el ecosistema: “En un mundo finito no se puede crecer de manera infinita”. Sin embargo, el sistema capitalista necesitaba promover el consumo para asegurar la producción indispensable y así garantizar beneficios empresariales substanciosos.
En los años ochenta, con Margaret Thatcher de primera ministra del Reino Unido y Ronald Reagan de presidente de los Estados Unidos de América, el liberalismo económico extremo aceleró todavía más las formas de vida insostenibles. La gravedad de la situación fue contestada por economistas, ecólogos, sociólogos, etc. y por grupos de base.
En el año 2002, los movimientos críticos con el sistema hegemónico occidental, herederos de las tendencias favorables a repensar los valores sociales, la producción, el consumo, etc., se reunieron en París, luego en Lyon, y se constituyeron en “objetores del crecimiento”. Sus integrantes recogen y popularizan el decrecimiento, introducido como concepto por Nicholas Georgescu-Roegen en la década de los setenta, precisamente un año antes que se diera a conocer el Informe Meadows.
Las aportaciones de Georgescu-Roegen eran mucho más radicales y críticas que las de los economistas convencionales. Propuso, entre otras medidas para paliar las desigualdades económicas, permitir la libertad de circulación de personas sin restricciones y también prohibir la fabricación de armamento. Es muy celebrada su ocurrencia para salir del “círculo vicioso de la maquinilla de afeitar”, razonaba: “Queremos afeitarnos más deprisa y así tener más tiempo para idear una máquina de afeitar todavía más rápida, de modo que podamos gastar más tiempo en otra todavía más rápida, y así en un interminable y vacío progreso”.
Nicholas Georgescu-Roegen, además de aportarnos ideas (que han resultado capitales para comprender la crisis ecológica actual) sobre la integración en la economía de las enseñanzas de la termodinámica y la biología, se preocupó de las cuestiones éticas: “…los preceptos éticos, lejos de ser un producto endeble de las emociones, son tan necesarios para el buen funcionamiento de las sociedades humanas como una apropiada dotación de recursos naturales”. O bien: “El nombre de nuestra especie es Homo sapiens sapiens y podemos estar doblemente informados, pero no ser suficientemente sabios. Nuestro destino depende mucho más de nuestra sabiduría que de nuestro conocimiento”.
Actualmente, el decrecimiento está presente en los medios de comunicación, se publican libros y revistas, el tema ha penetrado en las universidades y se han creado grupos que cuidan de su difusión. “Decrecimiento” es una palabra con vocación provocadora y deseo de generar debate. Es un intento de contrarrestar el esfuerzo del poder para impulsar nuevamente un crecimiento sin fin. Los intereses codiciosos de los que han acumulado riquezas escandalosas han logrado ejercer un verdadero dominio sobre nuestro pensamiento, hasta colonizarlo con sus valores y lograr que creamos y actuemos como si no hubiera vida más allá del capitalismo. Nos repiten, a través de la publicidad, que la única felicidad posible es acumular dinero o poseer bienes materiales. El decrecimiento cuestiona estas pretendidas certidumbres y aporta nuevos valores sociales para vivir más con menos.
Las teorías del decrecimiento nacen observando la realidad: el impacto sobre los ecosistemas debido al consumo de recursos y la generación de residuos por parte de la humanidad superan en un 30% la capacidad de la Tierra. O lo que es lo mismo: el planeta tiene un área productiva de 13.600 millones de hectáreas, que da un resultado de 2,1 ha por habitante. Debido al despilfarro por parte del 20% de los 6.800 millones de seres humanos, precisamos 17.500 ha, es decir, 2,7 por habitante. El déficit aumenta por cuatro causas básicas: por la insaciabilidad de los que ahora malgastan; por la creciente demanda de los que pretenden entrar en el club de los ricos; por la disminución de la biocapacidad de la Tierra -el déficit actual lo subsanamos gastando parte del capital, con lo que cada año tenemos menos capital (menos biocapacidad) y menos rédito-; finalmente, por el crecimiento exponencial de la misma humanidad: en una década hemos aumentado 1.000 millones. Esta cifra era el total de habitantes que poblaba la Tierra a principios del siglo XIX.
Claro está que estas cifras globales no ofrecen toda la verdad. Las diferencias de comportamiento entre países son casi increíbles. Los hay que están muy lejos de llegar a demandar 2,1 ha por persona. Por ejemplo: el Congo tiene una huella de 0,5 ha; Marruecos, de 1,1; Guatemala, de 1,5 y Perú, de 1,6. Sin embargo, Brasil ya superó la barrera y ahora mismo tiene una huella de 2,4 ha. EEUU está muy por encima: 9,4 ha. Si partimos de la idea de que el planeta es de todos, EEUU por ejemplo, debería pagar al Congo una compensación porque su déficit ecológico es enorme y el Congo tiene superávit.
Una diferencia del orden de 1-19 entre los dos países ilustra perfectamente el abismo entre los países deudores y los que disponen de crédito ecológico. El cambio climático, la desaparición de especies, la contaminación de los mares, etc., no conocen fronteras. Todos salimos perjudicados, particularmente los más débiles, aunque unos pocos son los teóricamente beneficiarios a corto plazo. Comprometer la viabilidad de la vida, el futuro humano y el de otros seres vivos constituye un robo a gran escala.
Ante tal cuadro de cifras se comprende fácilmente que la palabra “decrecimiento” cobre su verdadero significado en aquellos países que sobrepasan los límites de consumo que ofrece el planeta. A menudo, los contrastes internos nacionales reproducen los mismos abismos que hemos visto entre los países. Seguro que en el Congo hay personas que superan el 9,4 de la media de EEUU y que en este país hay personas que no llegan a producir una huella del 0,5, la media del Congo. Los obligados ajustes de comportamiento en el consumo y en la producción han de afectar a las capas más dilapidadoras de cualquier país.
Algunas personas se muestran especialmente pesimistas ante el estado actual del mundo y su futuro. ¿Cómo creer que alguien acostumbrado a un determinado ritmo de vida pueda contentarse con otras formas que le rebajen 4 ó 5 veces su capacidad adquisitiva actual? ¿Cómo evitar que la populosa China o la India deseen copiar el itinerario desarrollado por los países occidentales? Nadie dice que sea fácil, ni que vayamos a tener éxito en el intento, pero no queda otro remedio que trabajar en la buena dirección.
Al igual que quien va en bicicleta no puede permanecer parado más allá de unos pocos segundos sin perder el equilibrio, el capitalismo precisa de la alocada carrera del derroche para subsistir. Necesitamos imaginación para inventar otros sistemas económicos y organizativos que escapen del productivismo actual. De la misma manera que en su momento se superaron sistemas que parecían intocables como el esclavismo, el feudalismo y el mercantilismo, también ahora sabremos dar un paso en el buen camino.
El decrecimiento no es una ideología cerrada ni tiene un proyecto definido o una hoja de ruta marcada. En principio, esta circunstancia puede parecer un inconveniente porque, siendo gregarios, nos gusta tener un liderazgo claro que nos ahorre el esfuerzo de participar, de proponer y de crear. Sin embargo, los sistemas históricos que se iniciaron practicando el culto a la personalidad de determinados líderes provocan el efecto suflé: se desarrollan rápidamente, pero más pronto que tarde se desvanecen y quedan reducidos a la nada. No hay consolidación posible si no hay una base participativa.
Lo que une a las diversas sensibilidades de los “objetores del crecimiento” es la voluntad de ir modificando el actual sistema hasta fortalecer una alternativa al capitalismo. Por ejemplo, considerar la importancia de la producción, pues sin cambiarla no lograremos reducir el consumo con éxito. Disminuir el trabajo significa repartirlo para no consolidar la sociedad dual a la que parece que estamos abocados. No es nada atractivo que un 50% de la población activa esté trabajando de manera estable y el otro 50% esté en el paro o en trabajos precarios toda la vida. Trabajar menos permite repartir y asegurar empleos para todos y todas. Trabajar menos para vivir más intensamente los valores familiares, creativos, lúdicos y espirituales requiere una preparación y un período de transición sin brusquedades.
Otra medida que mantiene la filosofía decrecentista es la de promocionar el transporte público, especialmente el ferrocarril. Esta opción supone prescindir considerablemente de los transportes en vehículos privados con el consiguiente ahorro de gasto energético y poner fin a la incesante construcción de nuevas vías de circulación y contribuir a frenar el CO2. Reducir el transporte de mercancías a lo estrictamente necesario favorecerá la relocalización. Poner punto final a las megacadenas y a las multinacionales, acabando con el absurdo de que el 13% de los productos transportados por vía aérea esté relacionado con la alimentación. Son medidas viables: la dificultad no es técnica, sino más bien debida a los grandes intereses que hay en juego.
Necesitamos programas políticos que favorezcan a las pequeñas explotaciones agrarias para acercar nuevamente los productos al consumidor. En Guatemala, un 2,5% de los propietarios acaparan el 65,1% de la tierra. En Colombia el 0,33% de los propietarios pasaron de poseer el 32% de la tierra en 1984 al 48% en el 2000. En Namibia, unos 4.000 blancos (menos del 1% de la población) poseen el 44% de la tierra. En Brasil, un 3% de la población posee dos tercios de la tierra. Con la relocalización de la producción agraria se garantiza la calidad con productos frescos y se abaratan los precios, en contra de la opinión popular, al prescindir de los gastos de autopistas, aeropuertos, almacenes, redes diversas de comunicación y las consecuencias energéticas y medioambientales.
Son gastos que no pagamos directamente cuando compramos los productos lejanos, pero que sí los sufragamos indirectamente con los impuestos. Recaen sobre todo tipo de bolsillos, de manera indiscriminada, mientras los beneficios se reparten entre los pocos titulares de las multinacionales agrarias y de los grandes consejos de administración. Es una verdadera desmesura que algunas multinacionales facturen más que el Producto Interior Bruto de países enteros. Que estas empresas sean más potentes que los gobiernos ya nos da alguna pista del porqué de algunas situaciones incomprensibles a las que hemos llegado.
Una vía por explorar, con posibilidades de futuro, es la de las formas de producción cooperativistas. A menudo, las personas que han optado por esta meritoria manera de organizar el trabajo no han recibido las ayudas ni la formación requeridas para consolidar este tipo de empresas. En todo caso, las pequeñas y medianas empresas con más participación de los trabajadores, parece que pueden ser más compatibles con la Vida Buena deseada para todos, que con los anónimos monstruos de producción a escala mundial.
Otra parcela de la economía que requiere un buen golpe de timón es el de la energía. Los seres vivos que pueblan el planeta se sirven de energía solar: todos, excepto los humanos, que usamos y abusamos de energías fósiles. Si pensamos que entre el año 1960 y el 2000 hemos consumido la misma energía que en el resto de la historia de la humanidad, sobran palabras para descubrir hacia dónde vamos. Tenemos oportunidad de aprender mucho de la naturaleza. El perfecto equilibrio entre los ecosistemas nos brinda pautas de comportamiento razonables.
La «biomímesis» es la ciencia que desarrolla aportaciones novedosas después de tener en cuenta el funcionamiento de los organismos y también de los ecosistemas. Se está evolucionando mucho en esta línea de investigación que puede ofrecernos buenas soluciones a no tardar. Jorge Riechmann pone algunos ejemplos: “Janine Benyus ha señalado que las arañas producen seda, que es tan fuerte como el kevlar (¡fibra sintética empleada en la fabricación de chalecos antibala!). El abalón u oreja marina (un gastrópodo marino) fabrica una concha interior dos veces más resistente que las cerámicas humanas, y las diatomeas convierten el agua del mar en vidrio -ninguna necesita hornos-. Los árboles convierten la luz del sol y el suelo en celulosa, un azúcar más rígido y fuerte que el nilón pero mucho menos denso”.
Adela Cortina acierta al decir: “Desde que en los años veinte del pasado siglo irrumpiera la producción en masa en el mercado, la capacidad de consumir fue ganando terreno a las demás capacidades humanas, primero medalla de cobre, después de plata, hasta ocupar el primer puesto en el podium de las capacidades más valoradas en esta nuestra era que ha dado en llamarse con acierto ’era de la información’, y que podría llamarse ‘era del consumo’ con igual o mayor tino”. Que la economía de mercado pase a mejor vida no significa que desaparezca el mercado. Siempre ha existido mercado, el intercambio de productos. Lo que no es razonable es que todo, absolutamente todo, quede mercantilizado.
El mercado tiene la función del intercambio; pero cuando la sociedad “con” mercado se convierte en sociedad “de” mercado, es cuando nace la especulación. El mercado se convierte entonces en fuente de enriquecimiento rápido, a costa de avivar la sed de consumo de las capas de población más vulnerables. Las campañas publicitarias diseñadas con sofisticadas técnicas de manipulación hacen verdaderos estragos.
No todo está perdido y todo está por hacer. La crisis puede ser una oportunidad. En la Grecia clásica krinein (crisis) significaba decidir, oportunidad, vacilar, etc. Hay visiones esperanzadas que apuntan un mundo absolutamente insólito. Sólo con una movilización general y entusiasta conseguiremos la llegada a puestos de responsabilidad política de mujeres y hombres dispuestos a ofrecer lo mejor de sí mismos por las causas pendientes de los pueblos, poniéndose al lado de los que sufren y caminando junto a los más débiles y olvidados. Es imprescindible que los políticos y los pueblos marchen unidos para poner fin a la perpetuación del poder en manos de canallas, que se sirven de la política para sus fines privados, utilizando medios fraudulentos y métodos subrepticios.
A pesar de todos los bienes materiales a su alcance, en Occidente la gente está deprimida y triste. El teólogo José I. González Faus lo plantea muy bien: “Cuando estoy de humor, resumo mi vida en esta frase: hubiese querido dedicarme a liberar a los oprimidos, y el Señor me ha limitado a consolar a los deprimidos. Con la seguridad de que la depresión, como la gran enfermedad cultural de nuestro Primer Mundo, que va tomando dimensiones literalmente epidémicas, tiene mucho que ver con la opresión como pecado estructural del mundo rico”. La filosofía del decrecimiento desmitifica el mercado como proveedor de felicidad, y desenmascara la inutilidad del Producto Interior Bruto como índice fiable para medir el grado de satisfacción de un determinado colectivo humano.
En realidad, nada nuevo bajo el sol, porque estos sencillos y elementales principios son los que desde antiguo vienen repitiendo los sabios. Confucio lo comunicaba diciendo: “Sólo puede ser siempre feliz aquel que sepa ser feliz con todo”; Horacio, por su parte, lo resumía así: “Se vive bien con poco”, y Lucio Apuleyo: “Para vivir, como para nadar, cuanto más descargado, mejor”. Asimismo, gracias a su sabiduría, los pueblos originarios, indígenas y tribales, después de 500 años de resistencia, han conseguido conservar sus valores. Debemos prestar atención, porque estos valores tienen muchos rasgos en común con los que en Occidente defiende el decrecimiento económico.
Por otra parte, los sistemas filosóficos y las religiones han mantenido también el sabio criterio de que con la sencillez es mucho más fácil encontrar lo esencial. Este lema es un eje fundamental en las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Cuando dice que no tiene dónde reclinar la cabeza (Mt 8, 20), es lo mismo que decirnos que vive como un marginado o un desinstalado, es decir, sin apego a nada. Cuando da instrucción a los apóstoles, les dice: “No traten de llevar oro, ni plata, ni monedas de cobre, ni provisiones para el viaje. No tomen más ropa de la que llevan puesta; ni bastón ni sandalias” (Mt 10, 9-10). Constituye una clara alusión al desprendimiento necesario para hacer posible la experiencia de Dios. Es esta anticipación de plenitud lo que nos hace superar nuestra cobardía para comprometernos en favor de los olvidados.
Esta misma idea la encontramos en el pasaje en el que un joven pregunta lo que debe hacer para conseguir la vida eterna. Jesús, al ver que era un estricto cumplidor de los mandamientos, lo mira con amor y le dice: “Sólo te falta una cosa: anda, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el cielo; después, ven y sígueme” (Mc 10, 17-27). Estas claras alusiones a la preferencia de ir ligero de cargas no son para favorecer situaciones penitenciales ni masoquistas; es la necesidad de estar libre de todo aquello que nos distrae de dirigir nuestros esfuerzos hacia el núcleo de la vida: construir un mundo nuevo y hacerlo con toda libertad, para que todas y todos podamos gozar de la Vida Buena.
El pluralismo religioso nos demuestra que hay terrenos comunes. Por ejemplo, en todas las religiones encontramos la exhortación a tratar a los demás como a nosotros mismos: es la «regla de oro». Otro de los puntos en el que hay similitudes, es el de la necesidad de sencillez para alcanzar la apertura interior y descubrir momentos de trascendencia. Sin ánimo de ser exhaustivo, valgan estos ejemplos: en el hinduismo, en el Bhagavad Gita 3,19, se lee: “La persona que se mantiene igual en la censura que en la alabanza, silenciosa, satisfecha de todo, sin hogar, llena de firme resolución, es querida por Mí”.
La tradición budista tiene un pequeño cuento interesante: “Ryokan, un maestro Zen, llevaba un estilo de vida muy sencillo en una pequeña cabaña al pie de una montaña. Una tarde, un ladrón entró en la cabaña y descubrió que allí no había nada para robar. En aquel momento llegó Ryokan de pasear y lo sorprendió. ‘No es posible que hayas caminado tanto para visitarme y que marches con las manos vacías. Hazme un favor, toma mi ropa como un regalo’. El ladrón quedó perplejo, pero tomó la ropa y se fue corriendo. Ryokan se sentó desnudo y contempló la luna. ‘Pobre hombre, murmuró. ¡Ojalá pudiera darle esta maravillosa luna!’”.
De la tradición judía también es ejemplar este otro cuento: “En un albergue, un desconocido de aspecto arrogante, tomó por un mendigo al venerable Rabino Zúsia, y lo trató con menosprecio. Más tarde, se enteró de su identidad y fue corriendo a buscarle para excusarse. ‘¡Perdóname, Rabino! Si no, nunca más volveré a dormir tranquilo, ni podré descansar’. Entonces el Rabino Zúsia sonrió moviendo la cabeza: ‘¿Por qué me pides perdón a mí? No es a Zúsia a quien has ofendido, sino a un pobre mendigo. Ve, pues, por todos los lugares y pide perdón a todos los mendigos que encuentres”.
El Islam tiene pensamientos en la misma línea, como este de Farid Ud-Din Attar: “Dios quiera que estés actualmente como estabas antes de existir individualmente: ¡en la nada de la existencia! Purifícate por completo de las malas cualidades; estate dispuesto como la tierra, como el viento en la mano”.
Para terminar, una cita del siglo XX particularmente bella del patriarca de Constantinopla, Atenágoras, jefe de la iglesia ortodoxa: “Lo que es bueno, verdadero, real, para mí siempre es lo mejor. Es por esta razón por la que ya no tengo miedo. Cuando no se tiene nada, ya no se tiene miedo. Si nos desarmamos, si nos desposeemos, si nos abrimos al hombre-Dios que hace nuevas todas las cosas, Él, entonces, nos da un tiempo nuevo donde todo es posible. ¡Es la paz!”.
Todas estas reflexiones nos indican que para poder ver realmente los ojos de los demás, uno no debe estar mirándose siempre a sí mismo, tal como ocurre en nuestras sociedades ególatras. Al contrario, ir ligero de equipaje nos permite luchar contra la pobreza y, sobre todo, ser críticos con la opulencia; porque, de lo contrario, lo arreglamos todo olvidándonos de los que sufren y, para acallar la conciencia, damos una limosna periódicamente. Como muy bien dice el poeta: “El señor don Juan de Robles, / de caridad sin igual, /hizo este santo hospital,/ y también hizo a los pobres”.
Es sumamente importante crear oportunidades de encuentro para las 6.000 culturas existentes, formadas por 500 millones de personas, críticas con las desmesuras del neoliberalismo y los abusos del eurocentrismo. Juntas, constituyen alternativas y esperanzas de conseguir otros mundos posibles. Todo confluye: la Vida Buena o Buen Vivir de los Quechua, que hablan de “Allin Kawsay”; los Aymara de “Suma Tamaña”; los Awajun de “Nugkui” o “Biruk”; los Guaraní de “Ñandereko”; los pueblos amazónicos de “Volver a la Maloca”. Y de tantos otros pueblos originarios, filosofías y religiones diversas, las enseñanzas de Jesús, la filosofía del decrecimiento o de pensadores que iluminan con sus propuestas la posibilidad de otras formas de vida.
Es restituir el equilibrio, la armonía, la serenidad y la buena relación entre los seres humanos y con todas las especies vivientes, equilibrio que perdimos cuando antepusimos la técnica a la vida. Está en lo cierto Jorge Riechmann: “En la era de la tecnociencia la naturaleza humana depende de la ética”. La ética debe cobrar el valor de antaño para estar presente de manera transversal en todas las esferas de la vida. Entonces, ¿no es cierto que nos encontramos ante una magnífica oportunidad para concretar todo este cúmulo de enseñanzas en una actualizada manera de llevarlas a la práctica?
El tema del decrecimiento, como hemos visto, es crítico con el sistema actual, pero necesita de la fuerza creadora de la Utopía, porque sin ella no lograremos alzar el vuelo que exigen los proyectos revolucionarios. Constituye un filón nuevo muy interesante para educadores de cualquier nivel que quieran estudiarlo y organizar talleres, encuentros, cursillos… en la educación popular, en las actividades formativas de las comunidades y de concienciación popular. Los que quieran profundizar en este tema pueden encontrar bibliografía y cibergrafía en la Agenda Latinoamericana 2010 y en Internet, en la página www.latinoamericana.org/2010/info.
domingo, 28 de noviembre de 2010
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