lunes, 15 de noviembre de 2010

TRANSICIÓN POLÍTICA, TRANSICIÓN RELIGIOSA

José M. Castillo

Uno de los problemas más serios que están por resolver en España es que en nuestro país se produjo, hace más de treinta años, la transición política, pero a estas alturas aún no se ha producido la transición religiosa. De ahí, el desfase que existe, en este país, entre lo político y lo religioso. Un hecho más fuerte y de más graves consecuencias de lo que mucha gente se imagina. Porque, entre otras cosas, este desfase es lo que explica, en gran medida, el malestar que se vive actualmente en la sociedad española. Un malestar que se pone de manifiesto en los continuos roces que existen entre la Iglesia y el Estado, entre la Conferencia Episcopal y el gobierno del PSOE. No voy a recordar aquí los motivos concretos de roce y conflicto, entre la Iglesia y el Estado, ya que son cosas bien conocidas. Lo que quiero es aportar algunos elementos de reflexión que nos puedan ayudar para que mejoren, si es posible, los condicionantes de una convivencia que anda demasiado crispada.

Es un hecho, comprobado por la historia, que las religiones se suelen encontrar más a gusto y encajan mejor en las sociedades autoritarias que en los regímenes democráticos. Porque, en las comunidades pre-democráticas, coexisten los privilegios de los señores con la servidumbre de la gran masa de la población, que se ve obligada a soportar la dominación del poder más o menos totalitario. Y es un hecho que, en una sociedad, la religión es seguramente el principal aparato que legitima y promueve la sumisión ideológica al poder. Más de una vez se ha dicho que, al Estado autoritario, Dios le resulta más barato que la policía. Pero es claro que, en las sociedades autoritarias, los privilegios y el bienestar de la religión se edifican sobre la privación o mutilación de derechos y libertades de los ciudadanos.

Este lamentable papel de la religión quedaba suficientemente disimulado, en el régimen anterior, cuando los intereses de la Iglesia y el Estado eran coincidentes. Por eso se comprende que, en los cuarenta años de la pasada dictadura, lo primero que hacían los obispos españoles, en cuanto recibían la ordenación episcopal, era ir a visitar a Franco y ante él pronunciaban el siguiente juramento: “Ante Dios y los Santos Evangelios juro y prometo, como corresponde a un obispo, fidelidad al Estado español y al Gobierno establecido según las leyes españolas. Juro y prometo, además, no tomar parte en ningún acuerdo ni asistir a ninguna reunión que pueda perjudicar al Estado español y al orden público, y haré observar a mi clero igual conducta”.

Así quedaron las cosas legalmente al morir el dictador. El problema que hoy tenemos en España, en cuanto se refiere a todo este asunto, radica en que la transición democrática resultó mejor y fue más rápida de lo que cabía esperar, pero, en aquel proceso de cambio, quedó algún cabo suelto, el tema de la religión. Y ahora nos damos cuenta de que no era un “cabo”, sino un “capitán general”. Es verdad que los obispos apoyaron la instauración de la democracia y aceptaron la nueva Constitución. Además, la Iglesia no intentó formar un “bloque ideológico” católico. Ni jugó la baza de crear un partido político confesional, ni condenó a los partidos de izquierda. Pero también es cierto que la Iglesia se movió “bajo cuerda” para sacar dos textos legales que han sido determinantes para asegurar sus privilegios: la mención especial al mantenimiento de las “relaciones de cooperación con la Iglesia católica”, en el art. 16, 3 de la Constitución. Y los Acuerdos Iglesia-Estado de 1979, que, en cuestiones muy fundamentales de orden económico y legal, son sencillamente anti-constitucionales.

El hecho es que la sociedad española se ha secularizado a una velocidad de vértigo, mientras que la jerarquía eclesiástica española, planificada desde Roma con criterios excesivamente conservadores, se ha escorado hacia una coincidencia manifiesta con la derecha política, lo que ha tenido como consecuencia que en España coinciden en este momento la creciente progresión democrática con una alarmante regresión religiosa. Así las cosas, hoy es imposible en España una sociedad verdaderamente laica. Lo cual quiere decir que, en este país, hoy es imposible una sociedad verdaderamente igualitaria. Baste pensar que los ciudadanos confesionalmente católicos gozan de facilidades y privilegios de los que no gozan los ciudadanos que pertenecen a otras confesiones religiosas. Por otra parte - y esto agrava la situación -, los obispos españoles, amparados en la presunta coincidencia de sus exigencias morales con la sedicente “ley natural”, se empeñan en que el poder legislativo declare como “delitos” cosas que la moral católica enjuicia como “pecados”.

Así las cosas, todos salimos perdiendo. El Gobierno de la nación, que no consigue acallar a los obispos y a la derecha más ultramontana concediendo beneficios económicos. Los muchos ciudadanos españoles, que, como creyentes, no tienen más remedio que estar en contra de determinadas leyes civiles, de la misma manera que muchos ciudadanos no-creyentes están en contra de leyes impuestas por la religión con las que no están de acuerdo. Y ya, puestos a quedar mal, hasta la Iglesia se ve perseguida, marginada y ofendida en el país de la Unión Europea que más dinero le concede y en el que todavía conserva privilegios que ya no se admiten en ninguna parte. En definitiva, en este país o Iglesia y Estado se ponen cada cual en su sitio. O tendremos pendencias, malestar y fracturas para mucho tiempo. Con detrimento de todos.



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