Entrevista a Monseñor Rouet, Arzobispo de Poitiers
Stéphanie Le Bars, en 'Le Monde'
El arzobispo de Poitiers, Mons. Albert Rouet es una de las figuras más libres del episcopado francés. Su obra “J’aimerais vous dire” (Me gustaría deciros) Bayard, 2009, es un best-seller en su categoría. Ha vendido más de 30.000 ejemplares, recibido el premio 2010 de los lectores de La Procure (la mayor librería católica de Francia), es un libro de entrevistas que lanza una mirada bastante crítica sobre la Iglesia católica.
Con motivo de la Pascua, Mons. Rouetnos entrega sus reflexiones de actualidad y su diagnóstico sobre la institución.
La Iglesia católica se ve sacudida desde hace meses por la revelación de los escándalos de pedofilía en varios países europeos. ¿Le han sorprendido?
Me gustaría precisar una cosa primero: para que haya pedofilia se precisan dos condiciones, una perversión profunda y poder. Lo que significa que todo sistema cerrado, idealizado, sacralizado, es un peligro. En la medida en que una institución –incluida la Iglesia- se constituye en base a un derecho privado, se cree en posición de fuerza, ahí son posibles las derivas financieras o sexuales. Es lo que revela esta crisis y ello nos obliga a volver al Evangelio: la debilidad de Cristo es constitutiva de la forma de ser de la Iglesia.
En Francia, la Iglesia no tiene más este tipo de poder, por lo que estamos frente a faltas individuales, graves y condenables, pero no ante un asunto sistemático.
Estas revelaciones llegan después de varias crisis que han jalonado el pontificado de Benedicto XVI. ¿Qué es lo que pone a la Iglesia en apuros?
Desde hace algún tiempo, la Iglesia sufre tormentas internas y externas. Tenemos un papa que es más un teórico que un historiador. Sigue siendo el profesor que piensa que cuando un problema está bien planteado está ya medio resuelto. Pero en la vida, esto no es así; nos enfrentamos a la complejidad, a la resistencia de lo real.
Lo vemos claramente en nuestras diócesis donde ¡hacemos lo que podemos! La Iglesia tiene dificultades para situarse en el agitado mundo de hoy. Y ese es el corazón del problema. Me preocupan dos cosas de la situación actual de la Iglesia. Se da hoy en ella una congelación de la palabra. Por tanto, cualquier cuestionamiento de la exégesis o de la moral se juzga blasfemo. El cuestionar es algo que ya no se produce automáticamente y es una pena.
Al mismo tiempo, en la Iglesia reina una atmósfera de suspicacia malsana. La institución se enfrenta al centralismo romano que se apoya sobre toda una red de denuncias. Ciertas corrientes pasan el tiempo denunciando las posiciones de tal o cual obispo, haciendo informes contra uno, guardando fichas contra otro. Y esto se intensifica con Internet.
Por otro lado, veo una evolución de la Iglesia paralela a la de nuestra sociedad. La sociedad quiere más seguridad, más leyes; la Iglesia, más identidad, más decretos, más reglamentos. Nos protegemos, nos encerramos. Es la señal misma de un mundo cerrado, ¡y es un desastre!
En general, la Iglesia es un buen espejo de la sociedad. Pero actualmente, en su interior son especialmente fuertes las presiones relativas a la identidad. Hay toda una corriente, que no reflexiona mucho, que ha asumido una identidad de tipo reivindicativo. Después de la publicación en la prensa de caricaturas sobre la pedofilia en la Iglesia, ¡he recibido reacciones dignas de los integristas islámicos con ocasión de las caricaturas de Mahoma! Al aparecer de forma ofensiva, uno se descalifica.
El presidente de la conferencia episcopal, Monseñor André Vingt-Trois, ha vuelto a decirlo en Lourdes, el 26 de marzo: la Iglesia francesa está marcada por la crisis de vocaciones, el descenso en la transmisión de la fe, la disolución de la presencia cristiana en la sociedad. ¿Cómo vive usted esta situación?
Trato de tomar nota de que estamos al final de una época. Hemos pasado de un cristianismo de costumbre a un cristianismo de convicción. El cristianismo se había mantenido sobre el hecho de que se había reservado el monopolio de la gestión de lo sagrado y de las celebraciones. Con la llegada de nuevas religiones y con la secularización, la gente ya no recurre a esa idea de lo sagrado.
Pero ¿acaso podremos decir que la mariposa es “más” o “menos” que la crisálida? Es otra cosa. Por eso yo no razono en términos de degeneración o de abandono: estamos en proceso de mutación. Nos falta calcular la amplitud de esa mutación.
Mire mi diócesis: hace setenta años, tenía 800 curas. Hoy en día, tiene 200, pero también cuenta con 45 diáconos y 10. 000 personas involucradas en las 320 comunidades locales que comenzamos a crear hace quince años. Y eso es mejor. Hay que acabar con la pastoral tipo SNCF (N.T. la Renfe en España). Hay que cerrar algunas líneas y abrir otras. Cuando uno se adapta a la gente, a su manera de vivir, a sus horarios, la asistencia aumenta, también a la catequesis. Y la Iglesia tiene esta capacidad de adaptación.
¿De qué forma?
Nosotros ya no tenemos el personal suficiente para una división territorial con 36.000 parroquias. Y entonces, o bien lo consideramos una desgracia de la que hay que salir a cualquier precio y resacralizamos al cura, o bien inventamos otra cosa. La pobreza de la Iglesia es una provocación para que abramos nuevas puertas.
¿La Iglesia debe apoyarse en sus clérigos o en sus bautizados?
Yo pienso que la Iglesia debería confiar en los laicos y dejar de funcionar sobre la base de una división territorial medieval. Esto es un cambio fundamental. Y un reto.
¿La Iglesia debe apoyarse en sus clérigos o en sus bautizados?
Yo pienso que la Iglesia debería confiar en los laicos y dejar de funcionar sobre la base de una división territorial medieval. Esto es un cambio fundamental. Y un reto.
¿Ese reto supone el abrir el sacerdocio hacia los hombres casados?
¡Sí y no! No, ya que imagínese que mañana yo pueda ordenar a diez hombres casados, que los conozco, no es eso lo que falta. No podría pagarles. Deberían trabajar, por lo tanto, y no estarían disponibles más que los fines de semana para los sacramentos. Así regresaríamos a una imagen del cura vinculada sólo al culto. Sería una falsa modernidad.
¡Sí y no! No, ya que imagínese que mañana yo pueda ordenar a diez hombres casados, que los conozco, no es eso lo que falta. No podría pagarles. Deberían trabajar, por lo tanto, y no estarían disponibles más que los fines de semana para los sacramentos. Así regresaríamos a una imagen del cura vinculada sólo al culto. Sería una falsa modernidad.
Sin embargo, si cambiamos la manera de ejercer el ministerio, si su función en la comunidad es otra, entonces sí, podemos considerar la ordenación de hombres casados. El cura no debe seguir siendo el patrón de la parroquia; debe de apoyar a los bautizados para que se conviertan en adultos de fe, debe formarlos, evitar que se replieguen en sí mismos..
Es él [el cura] quien debería recordarles que son cristianos para los otros, no para sí mismos. Entonces, él presidirá la eucaristía como un gesto de fraternidad. Si los laicos siguen siendo menores de edad, la Iglesia no tendrá credibilidad. Ella debe hablar de adulto a adulto.
Usted considera que la palabra de la Iglesia ya no se adapta al mundo. ¿Por qué?
Con la secularización, se formó una especie de “burbuja espiritual” dentro de la cual flotan las palabras. Comenzando por la palabra “espiritual”, que cubre prácticamente cualquier tipo de mercancía. Por lo tanto, es importante dar a los cristianos los medios para identificar y expresar los elementos de su fe. No se trata de repetir una doctrina oficial sino de permitirles decir libremente su propia adhesión.
Frecuentemente es nuestra manera de hablar la que no funciona. Hace falta descender de la montaña al llano y hacerlo humildemente. Para ello se requiere de un gran trabajo de formación, ya que la fe se había convertido en algo de lo que no se hablaba entre cristianos.
¿Cuál es su mayor preocupación sobre la Iglesia?
El peligro es real. La Iglesia corre el riesgo de convertirse en una subcultura. Mi generación estaba apegada a la idea de inculturación, a la inmersión en la sociedad. Hoy en día, el riesgo es que los cristianos se encierren y endurezcan simplemente porque tienen la impresión de estar frente a un mundo de incomprensión. Pero no es acusando a la sociedad de todos los males como alumbramos a la gente.
Al contrario, hace falta una inmensa misericordia para con este mundo donde millones de personas mueren de hambre. Nos toca a nosotros amansar a ese mundo, nos toca a nosotros volvernos más amables.
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