miércoles, 19 de mayo de 2010

SOBRE JOSÉ MARÍA DÍEZ ALEGRÍA

Domingo Melero

Eran los años del franquismo, antes y después del Concilio. Los tres se llamaban José María. Los tres fueron animadores de una nueva manera de vivir el cristianismo y alimentaron desde sus respectivos carismas –relectura de la biblia, compromiso con el mundo obrero, ética de la inteligencia y la libertad– el movimiento de las comunidades cristianas populares. González Ruiz, Llanos y Diez Alegría. Muchos de nuestros itinerarios cambiaron. Pero como no eran como Josemaría no enrolaron sino que liberaron. Dos de ellos nos han dejado. El otro vive una lúcida vejez hacia la Plenitud. Domingo Melero, que ha estado muchos martes aquí, nos habla de él. Y seguro que el próximo fin de semana le llevará el eco de lo que aquí evoquemos sobre lo que él y los otros dos han representado para nuestras vidas. 

Conocí a José Mª en 1972, un año después del conflicto a raíz de su libro. Él tenía 61 años y yo 24. Ahora, él tiene 98 y yo, los que él tenía entonces. José Mª venía cada año a Tarragona para pasar unos días con tres jesuitas que vivíamos en La Floresta, un barrio obrero de las afueras. El mayor de nosotros daba clases de filosofía en un Instituto, el segundo trabajaba en una fábrica de aglomerados y contrachapados y yo era oficial en un taller de carpintería.

Cuando José Mª venía (una vez lo hizo con Llanos), daba algunas charlas a diversos grupos convocados por el mayor de nosotros. Pero lo más interesante eran los paseos y las tertulias. Cinco años después, en 1976-77, Llanos y José Mª, para ser breve, “bendijeron” mi decisión de no ordenarme y de salir de la Compañía, así como luego “bendijeron”, en cuanto conocieron a mi mujer, que me casara con ella.

Después de esto, además de vernos cada vez que volvía por Tarragona, José Mª vino una vez exprofeso para bautizar a nuestros dos hijos, ya con 11 y 9 años, según un rito adaptado por mí y que él hizo suyo. Esto fue en el 1990 y, en julio de 1992, nos trasladamos a Madrid. Llanos había fallecido en febrero de ese año y José Mª, con 81 años, comenzó a venir a casa muchos domingos, así como a pasar dos semanas en verano (cosa que muchos de nuestros amigos recuerdan). Así hasta hace cuatro años, en que se trasladó a la enferemería de los jesuitas en Alcalá. Allí vamos a visitarlo las mañanas de los sábados o de los domingos, cosa que para mi mujer y para mí es como un rito.

Quiero decir con todo esto que mi “testimonio” en esta tesis no es académico ni es temáticamente teológico o filosófico, y que sólo obedece a la amistad y a la propuesta de Juan Antonio Delgado de hacerlo. Eventualmente, he filmado algunas entrevistas con José Mª; recuerdo bastantes anécdotas, expresiones y observaciones suyas que me han hecho pensar; sé que cuando falte releeré sus libros; a veces hemos discrepado un poco en algunos temas, como es normal. Pero lo que constato y me da que pensar en esta etapa de ahora es, sobre todo, que visitarle, aparte de alegrarle a él, es importante para mí; me conforta hacerlo y escucharle lo que suele repetirnos acerca de su situación, sus recuerdos y su deseo de una muerte rápida y tranquila, sin molestar, como la de algunos conocidos suyos, cuyo final nos cuenta cuando ya casi tiene él «puesto el pie en el estribo», como el gran Cervantes.

Los versos manriqueños también famosos, «y consiento en mi morir / con voluntad placentera / clara y pura», son asimismo, pese sus adjetivos un tanto exagerados, verdad en su caso. Esta actitud suya, de consentir en el morir, implica el sentimiento (en el sentido fuerte y no sentimiental del término) de que el acto final de la vida no desemboca en un no ser absoluto; dicho esto sin que afirmarlo comporte enunciar necesariamente un contenido intelectual positivo, salvo el mero acto de la afirmación desnuda. Por eso José Mª nos recita amenudo aquella copla antigua que se recoge en el Quijote (cosa que yo ya no le digo cuando él me dice que es de santa Teresa): «Ven, muerte, tan escondida / que no te sienta venir, / porque el placer de morir / no me torne a dar la vida».

¿Qué añadir, acerca de su obra, a esta paz contemplativa última que él nos transmite y que creo que también otros captarán en otros mayores cuya presencia, unidad y existencia les confortan, aunque no tengan la cultura de José Mª? Me viene en todo caso recordar, puestos a enunciar algún contenido específico de su obra, el minuto y las palabras que José Mª pronunció, hace dos años, cuando le dieron la “medalla de oro al trabajo”.

Su elección fue meditada y, si yo tuviese que asociar a José Mª con alguna cuestión, también habría escogido la misma: José Mª ha contribuido, con su inteligencia, su humor, sus escritos, sus gestos y su conducta, a que la libertad de conciencia, la libertad religiosa, la tolerancia y la convivencia entre gente de opiniones dispares sean un poco más irrenunciables y evidentes en nuestra sociedad por serlo un poco más entre los católicos, aunque aún falte bastante. Tanto sus escritos como su forma de actuar a partir de su firme decisión de publicar su librito de 1971 coinciden en testimoniar a favor de esta libertad en el orden del pensamiento y de la expresión.

José Mª ha sido (y ojalá lo siga siendo porque se le recuerde) un referente influyente en esta cuestión que aún tanto les cuesta aceptar y hacer suya, tanto a la mayor parte de la jerarquía católica (obispos, sacerdotes, instituciones religiosas) como a muchos católicos convencionales y conservadores, y no sólo para aplicar dentro de su confesión sino en la sociedad. Cuando José Mª falte, merecería ser recordado como una de las personas con mayor autoridad moral, dentro de España, entre los integrantes del “catolicismo conciliar”; nombre que los “católicos de toda la vida”, integristas y de cristiandad, más políticos que espirituales, dieron a la corriente evangélica impulsada por el papa Juan XXIII; corriente que prevaleció un tiempo y que sigue subterránea aún en muchos que, de forma no violenta y silenciosa pero dolida, se distancian cada vez más del catolicismo oficial.

Por esto quisiera recordar, para terminar, una de las cosas que nos cuenta en casi cada visita. Es la frase de san Antonio de Padua que José Mª descubrió cuando era profesor en la Gregoriana y que aún nos repite, como digo, no sin humor y sencillez franciscanas, y no sin las matizaciones y ampliaciones propias de un profesor de ética y de moral que, a sus 98 años, aún se aplica primero a sí mismo lo que dice, salva además a las personas, y aplica lo que dice a otros terrenos ideológicos distintos del religioso: «Praelatus peccati affectus, simia in tecto praesidens Dei populo» (el prelado afecto al pecado es como una mona en el tejado presidiendo el pueblo de Dios). Que la libertad tanto del santo del siglo XIII como del anciano sacerdote del siglo XX-XXI nos inspiren a todos con independencia de nuestras posiciones ideológicas.

[Escrito en enero de 2010, para la sección de testimonios de la tesis de Juan Antonio Delgado sobre el pensamiento de José Mª Díez Alegría.]

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