Punto de partida
Pablo no conoció al Jesús terreno. A él “se le apareció” el Resucitado, cosa que Pablo repite varias veces (Gal 1, 11-16; 1 Cor 9, 1; 15, 8; 2 Cor 4, 6) y de la que Lucas, en los Hechos, presenta tres relatos detallados (9, 1-19; 22, 3-21; 26, 9-18). Esto ya da idea de la importancia que el propio Pablo y su colaborador más cercano (Lucas) concedieron a este acontecimiento. Por la terminología que se utiliza en estos relatos, pronto se advierte que Pablo y Lucas pretenden indicar que, en aquel acontecimiento, se produjo la manifestación de “un ser de ámbito divino” (S. Vidal, 2008, 54). Por tanto, el punto de partida para estudiar la cristología de Pablo tiene que ser este hecho capital: se trata de una cristología incompleta. Porque en ella falta casi toda la información que proporcionan los evangelios y lo que esa información representa: el conocimiento del Jesús humano. Además, parece que Pablo tampoco mostró interés por informarse sobre la vida terrena de Jesús. El propio Pablo dice que, después de la revelación que Dios le hizo del Resucitado, “inmediatamente, sin consultar a persona mortal alguna ni subir tampoco a Jerusalén, a los apóstoles anteriores a mí, me fuí a Arabia, de donde volví de nuevo a Damasco” (Gal 1, 16-17). Y lo que es más chocante, Pablo llega a confesar que el conocimiento de Cristo “según la carne” no le interesa (2 Cor 5, 16), una afirmación dura que, por más que se intente suavizar, en definitiva viene a decir que la “existencia terrena” (A. Sand) de Jesús no entraba en el ámbito de sus preocupaciones.
Esta constatación nos lleva a caer en la cuenta de que la revelación que Pablo experimentó, en el camino de Damasco, no fue una “conversión”, en el sentido propio y de esa palabra. Primero, porque Pablo no se aplica a sí mismo el vocabulario específico de la conversión. Y, en segundo lugar, porque él siguió creyendo en el Dios en el que siempre había creído y viviendo la religión en la que había sido educado (S. Légasse, 2005, 82). Por eso, cuando Pablo habla de Dios, se refiere al Dios de Abrahán y a las promesas hechas a Abrahán (Gal 3, 16-21; Rom 4, 2-20) (U. Schnelle, 2003, 56). Y es precisamente a partir de ese Dios, desde el que piensa que ha conocido a Jesús: “cuando Aquél que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles...” (Gal 1, 15-16).
Esto quiere decir que, en la teología de Pablo, el punto de partida del cristianismo no es Jesús, sino el Señor exaltado por el Dios de la tradición israelita. Lo que, en última instancia, significa que la cristología de Pablo arranca de una convicción determinante: no conocemos a Dios desde Jesús, sino que conocemos a Jesús desde Dios. Por tanto, no es Jesús el que nos explica a Dios, sino que es Dios el que nos explica quién es Jesús. Para Pablo, pues, lo que el cristiano ha de dar por conocido es Dios, en tanto que el desconocido es Jesús. Dicho de otra manera, la cristología de Pablo no modifica sustancialmente el tradicional conocimiento de Dios que podía tener cualquier israelita o incluso cualquier creyente en Dios. Porque el problema religioso fundamental, para Pablo, no está en explicar a Dios, sino en conocer y comprender a Jesús. La cristología de Pablo no significa que “en Jesucristo, Dios mismo se ha definido de una forma enteramente nueva” (E. Schweizer, 1987, 687). De donde se sigue que, en la mentalidad de Pablo, el cristianismo es - como lo fue el judaísmo - una religión que se explica como un intento de buscar la “relación” del hombre con Dios, no el proyecto de realizar la “unión” del hombre con Dios. Con lo que se desdibuja y se difumina la originalidad del cristianismo como mensaje para este mundo. El cristianismo es para Pablo, antes que nada, un proyecto para el mundo futuro que trasciende este mundo.
Desde el momento en que, como ya he dicho, Pablo no conoció al Jesús terreno, de condición humana, puesto que sólo conoció al Señor glorioso, de condición divina, desde ese momento Pablo se vio enormemente dificultado para entender a Jesús y, en última instancia, para entender a Dios, el Dios que se nos reveló en Jesús. Desde este punto de partida, la cristología de Pablo quedó condicionada por contrastes que, más que un enigma (que se puede resolver), llegan a resultar un verdadero misterio (que nunca encuentra solución). El Dios de Jesús sólo puede ser conocido desde la encarnación de Dios en Jesús. Ahora bien, si Pablo no tuvo clara esta unión de Dios con el hombre, en el hombre Jesús de Nazaret, los planteamientos y las soluciones, que aporta Pablo a la cristología, se atascan con frecuencia en el enigma. Y a veces se hunden en el misterio. De ahí que la cristología de Pablo, que llega a formulaciones mucho más radicales y atrevidas que las de los evangelios, representa, sin embargo, una dificultad para entender la cristología sobre todo de los sinópticos. Y lo más problemático ha sido que (como está bien demostrado), junto con la cristología del Logos, las ideas de Pablo fueron las más determinantes en las formulaciones del dogma cristológico de Nicea y Calcedonia (Cantalamessa, R., 2006, 212-213).
Y advierto que todo esto se tiene que afrontar desde un punto de vista que me parece fundamental: las cartas de Pablo se escribieron entre los años 50 al 57 (D. Marguerat, ed., 2008, 136), mientras que los evangelios sinópticos no aparecieron hasta la década de los 70 (o. c., 48, 70 y 98). Esto quiere decir que, en la Iglesia naciente, se difundieron las reflexiones de Pablo, sobre el Cristo glorioso, unos 20 años antes que los relatos de los evangelios sinópticos, sobre el Jesús terreno. O sea, en las iglesias del cristianismo naciente se conoció mucho antes la “condición divina” del Cristo resucitado que “condición humana” del Jesús histórico. Además, todo eso sucedió así en una cultura en la que resultaba muy difícil unir lo divino con lo humano, por causa de las ideas gnósticas dominantes. Por eso no es exagerado afirmar que Pablo marcó al cristianismo primitivo con planteamientos que, más que enigmáticos, se nos hacen misteriosos, y a los que la Iglesia no ha encontrado todavía solución, ni sabemos si algún día esa solución se encontrará.
¿Universalización o desplazamiento?
Se ha dicho, con toda razón, que Pablo fue el hombre clave que le dio un giro nuevo y definitivo al cristianismo. En cuanto que consiguió hacer de él una “religión universal”. Es éste un asunto en el que ha insistido, entre otros estudiosos del tema, H. Küng. Según él, mediante Pablo, la misión cristiana a los gentiles obtuvo un éxito sensacional en todo el imperio. Porque fue por medio de Pablo cómo se llegó a una auténtica inculturación del mensaje cristiano en el mundo de cultura helenista. Más aún, mediante Pablo, lo que era una “secta” judía llegó a ser una religión universal por medio de la cual Oriente y Occidente se encontraron estrechamente. En definitiva, fue Pablo el que logró hacer del cristianismo una religión universal de la humanidad (H. Küng, 1997, 129).
Todo esto es verdad. Y sin duda fue mérito de Pablo sacar el mensaje cristiano de la particularidad del judaísmo, para expandirlo a la universalidad del cristianismo. Nunca ponderaremos bastante la importancia decisiva que tuvo este proceso de universalización para el futuro del cristianismo y para su presencia en la cultura de Occidente y, en este momento, en nuestro mundo globalizado. Esto es evidente. Sin embargo, este logro tan serio y tan patente tuvo un precio. Y se puede asegurar que fue un precio muy alto. Ante todo, porque, como bien se ha dicho, “si se quería ser universal, el cristianismo tenía que evitar el radicalismo de las sectas y tampoco se podía basar en la experiencia individual de unas élites, sino que tenía que asentarse en estructuras sociales existentes. La institucionalización como Iglesia hizo del cristianismo un proyecto socialmente viable y al alcance de las masas” (R. Aguirre, 2009, 144). En este proceso, Pablo tuvo una influencia decisiva. Lo cual quiere decir que Pablo institucionalizó y socializó al cristianismo en el Imperio. Pero consiguió eso a base de “evitar el radicalismo” que se advierte y se expresa con fuerza en no pocos textos de los evangelios.
¿Quiere decir esto que Pablo mutiló el Evangelio, limó sus aristas y lo suavizó, con la “sana” intención de hacerlo más aceptable en el tejido social del Imperio? No creo que esta explicación sea aceptable en modo alguno. No se trata de que Pablo mutilara el Evangelio de Jesús. El problema está en que, como ya he dicho, Pablo no conoció al Jesús terreno. Ya he dicho que la cristología de Pablo tiene su punto de partida - y su clave de interpretación - en Cristo resucitado. Ahora bien, desde el momento en que Pablo no conoció al Jesús de este mundo, sino al Señor del otro mundo, desde ese momento Pablo no se sintió vinculado a una historia concreta, ni condicionado por unos hechos suficientemente precisos, que estaban presentes en el recuerdo de los otros Apóstoles y que no podían estarlo de la misma manera en Pablo, el Apóstol que fue precisamente el que universalizó el cristianismo en el Imperio. Pablo se sintió asociado a una experiencia interior, a una experiencia trascendente, que, precisamente porque nos trasciende a todos, por eso mismo resulta más manejable y adaptable a las más diversas circunstancias y condicionamientos socio-culturales.
En última instancia, lo que acabo de explicar nos viene a decir que fue precisamente la cristología de Pablo el principio teológico a partir del cual resultó posible la universalización del cristianismo. Pero esta universalización fue posible porque la experiencia, que Pablo tuvo de Jesús, se elaboró a partir de un desplazamiento. Me refiero al desplazamiento del Jesús terreno al Señor glorificado. El Señor “trascendente” de Pablo podía ser visto sin especial dificultad como el Señor “universal”. El problema está en que esta “universalidad” se alcanzó a costa de difuminar o incluso diluir la “humanidad” que se palpa en el Jesús de los evangelios.
Lo que importa ahora es comprender las consecuencias que se siguieron, precisamente para la cristología, de este desplazamiento del “centro cristológico”. Cuando este centro prescindió de la encarnación de Dios en Jesús y se fijó fundamentalmente en la glorificación de Jesús en Dios, el cristianismo ganó en trascendencia y universalidad lo que perdió en inmanencia y humanidad. Por eso se comprende que la experiencia cristiana sea presentada por Pablo como una tensión que tiene su centro en el cielo y no en la tierra (1 Cor 15, 40-49; 2 Cor 5, 1-2; Ef 1, 10; Fil 3, 19-20). Un planteamiento, a primera vista sublime, pero que entraña el enorme peligro de abandonar las decisiones, que se refieren directamente a cosas muy importantes para esta vida, dejando esas cosas a disposición de intereses mundanos, quizá demasiado mundanos. Intereses justificados, además, con el pretexto de que nuestro centro no está en “lo terreno”, sino en “lo celestial”, el viejo juego ideológico y lingüístico de no pocas las religiones, que, apelando a las sublimidades celestiales, en realidad lo que han hecho tantas veces ha sido aprovecharse de burdos intereses de esta mundo. Por supuesto, san Pablo no pretendió tal cosa. Pero también es verdad que los escritos de Pablo han dado pie para que los aprovechados de turno los utilicen de mala manera. Lo vamos a ver repasando algunas de las grandes cuestiones teológicas que son piezas fundamentales de la cristología de Pablo.
El problema de la fe
En la teología de Pablo, la fe se relaciona directamente con “lo religioso” y con “lo trascendente”. Porque es fe en la “justificación” que Dios concede al pecador. Lo cual explica por qué el pecado, como poder de perdición, “aparece en el centro del pensamiento” de Pablo (J. Gnilka, 1969, 68). De ahí que la fe, según el apóstol Pablo, está íntimamente relacionada con el misterio de la “salvación” definitiva realizada por Dios mediante Jesucristo, salvación de la que el ser humano participa por la “justificación” que el hombre alcanza por su fe (J. Alfaro, 1961, 482-483). Esto explica por qué la fe se nos presenta, en los escritos de Pablo, casi siempre en conexión con la “justificación” que Dios concede al hombre pecador (Rom 1, 17; 3, 22. 25. 26. 30; 4, 16; 5, 1, etc; Gal 2, 16. 20; 3, 7. 9-12, etc; Ef 2, 8; 3, 12, etc). Como explica igualmente que la fe no se entiende a partir de situaciones concretas de la vida cotidiana, sino teniendo como modelo a Abrahán que creyó en Dios de forma que fue eso lo que le sirvió como “justificación” o rehabilitación del que se siente culpable (cf. Gen 15, 6; Rom 4, 1-5). Por eso, en la mentalidad de Pablo, el padre o modelo de todos los creyentes es precisamente Abrahán (Rom 4, 16-17). Y si es que relacionamos esta fe con Jesús, Pablo la entiende como fe en Cristo o en el Hijo de Dios, “que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 16; cf. Fil 1, 29). Lo que supone que vivir la fe significa mantener la condición de “hombre justificado” hasta el final, hasta el alcanzar el logro de la esperanza definitiva (Gal 5, 5).
Como es lógico, lo primero que a cualquiera se le ocurre pensar es que todo este lenguaje es la expresión de un pensamiento, desde luego, profundamente religioso, espiritual, elevadísimo. Pero, por eso mismo, un pensamiento y un lenguaje extraño, que ni siquiera los expertos en teología llegan a entender plenamente. Y menos comprensible aún para la gran mayoría de la gente normal, que también tiene derecho a entender y vivir su fe en Dios y en Jesucristo.
Esto supuesto, al estudiar el significado de la fe cristiana, en el conjunto del Nuevo Testamento, una de las cosas que más llaman la atención es el contraste que enseguida se advierte entre el lenguaje y la mentalidad de Pablo, por una parte, y el lenguaje y la mentalidad de los evangelios sinópticos, por otra parte. En efecto, mientras que, para Pablo, la fe es una experiencia que expresa la vinculación del creyente con “lo religioso” y “lo trascendente”, para Jesús (tal como lo presentan los sinópticos), la fe es una experiencia que expresa la vinculación del creyente con “lo humano” y “lo inmanente”. Se trata, pues, de dos formas de entender la fe que se ven, no sólo como experiencias distintas, sino sobre todo contrapuestas: para Pablo, el creyente en Cristo es el ser humano en el que lo humano pasa a un segundo término, si no es que se desentiende de ello, porque el centro de su vida está puesto en la religión y en la otra vida. Por el contrario, para Jesús, el creyente es el ser humano para el que lo más básicamente humano, la salud y la vida, está antes que la misma religión y cualquier especulación teológica, ya que su preocupación fundamental es lo más deseado y lo más directamente relacionado con la humanidad y con esta vida. Y es que, tal como los sinópticos utilizan los términos técnicos relativos a la fe (pístis y pisteúein), la gran mayoría de las veces en que utilizan tales términos es para hablar de curaciones de enfermos: la salud de un paralítico (Mc 2, 1-12 par), la curación de la hija de Jairo y de la mujer que padecía hemorragias (Mc 5, 21-43 par), el caso del ciego Bartimeo (Mc 10, 46-52 par), el del siervo del centurión romano (Mt 8, 6-13 par), la hija de la mujer cananea (Mc 7, 24-30 par), la devolución de la vista a dos ciegos (Mt 9, 27-31), la curación de los diez leprosos (Lc 17, 11-19). En todos estos casos, es la fe de los enfermos la que actúa como fuerza curativa. Las expresiones en este sentido son inequívocas: “tu fe te ha salvado” (Mc 2, 5; Mt 9, 2; Lc 5, 12); “viendo la fe que tenían” (Mc 2, 5 par); “no temas, solamente cree” (Mc 5, 36 par). Es más, la relación entre la fe y la salud de los enfermos es tan fuerte, que donde Jesús no encuentra fe, no pude curar a los pacientes (Mc 6, 5-6).
Estamos, pues, ante dos concepciones distintas de la fe. Dos formas de experimentar el problema de Dios, y la relación con él, que no se limitan al problema concreto de la fe. Porque, al hablar de la fe, tanto Pablo como los sinópticos presentan dos claves distintas de lectura para interpretar tres temas básicos de la experiencia cristiana y, por tanto, de cualquier cristología. Se trata de la interpretación de la salvación, del pecado y de la religión.
Por lo que se refiere a la salvación, Pablo la entiende como realidad sobrenatural y trascendente: “El evangelio es poder de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rom 1, 16). Pablo habla aquí de la salvación definitiva y última, la salvación “escatológica”, que consiste en la justificación concedida por Dios (Rom 10, 10; cf. 13, 11) (K. H. Schelkle). Y aunque es verdad que Pablo habla, en algún caso, de la sotería (salvación) como un bien que se refiere al tiempo presente (2 Cor 1, 10), lo normal es que la entiende como una experiencia de solución definitiva en el “más allá” (Fil 1, 19). Por el contrario, en los evangelios, cuando Jesús habla de la “salvación” que es fruto de la fe, encontramos frecuentemente la fórmula: “tu fe te ha salvado” (Mc 5, 34; Mt 9, 22; Lc 8, 48; cf. Mc 10, 52; Mt 8, 10. 13; 9, 30; 15, 28; Lc 7, 9; 17, 19; 18, 42). Es la palabra que Jesús dirige a los enfermos y excluidos a quienes devuelve la integridad física, el bienestar de quien se siente restablecido y la dignidad del que se ve restaurado en su condición de persona que merece respeto y estima. Para Jesús, según lo presentan los evangelios sinópticos, la “salvación” que produce la fe es, ante todo, “liberación del sufrimiento” que lleva consigo la enfermedad o cualquier limitación de la salud humana.
En lo que se refiere al pecado, la tesis central que plantea Pablo, en la carta a los romanos, es que “Jesús el Mesías murió por los pecadores”, es decir, “murió por nosotros cuando éramos pecadores”. Y así es como Dios “nos salvará por él del castigo” (Rom 5, 6-11). Pablo, por tanto, entiende la salvación como “salvación del pecado”. Y, mediante tal salvación, liberación también de la cólera divina y del consiguiente castigo (Rom 5, 9-10). La idea que tiene Pablo, sobre la relación del ser humano con Dios, se centra en el problema de cómo aplacar a Dios ofendido y, en consecuencia, cómo encontrar una salvación que está fuera de este mundo. En el fondo, es la misma mentalidad que se manifiesta en el himno de acción de gracias del sacerdote Zacarías, el padre del Bautista, cuando bendice a Dios porque concede a su pueblo “el cocimiento de la salvación por medio del perdón de los pecados” (Lc 1, 77). La “salvación”, para la mentalidad religiosa de los israelitas de aquel tiempo, era salvación del “pecado”. Es la mentalidad de la que, sin duda, estaba imbuido Pablo. La teología de los sinópticos, en cuanto se refiere a la salvación, es distinta. Porque es salvación “para toda carne” (Lc 3, 6; cf. Is 40, 6), es decir, para todo lo humano, lo frágil, lo débil de este mundo. De ahí que Jesús pudiera decir a una mujer pecadora: “tu fe te ha salvado” (Lc 7, 50). Como a Zaqueo le aseguró que la salvación había entrado en su casa, precisamente en casa de un hombre odiado por el pueblo (Lc 19, 9), y que era motivo de escándalo por el sólo hecho de que Jesús fuera a hospedarse en su casa (Lc 19, 6).
Por último, si hablamos de la relación entre “fe” y “religión”, es claro que Pablo entiende la fe como la respuesta del creyente al kerygma, la predicación cristiana. Así, en Rom 13, 11; 1 Cor 3, 5; 2 Tes 1, 10. Pero, sobre todo, en el conocido texto de 1 Cor 15, 1-18, donde Pablo insiste en que la fe no es sino la aceptación del mensaje anunciado, en el que la resurrección ocupa el puesto central. En los evangelios, sin embargo, la fe no tiene nada que ver con un cuerpo de doctrina previamente aceptado. Por eso Jesús elogia la fe de personas que ni siquiera eran israelitas, ni por tanto podían tener las mismas “creencias” religiosas que un judío practicante. Es el caso del centurión romano (Mt 8, 5-13 par), de la mujer cananea (Mt 15, 21-28) o del leproso samaritano, que, siendo un disidente de la religión “oficial”, es elogiado precisamente por su fe (Lc 17, 19).
Está claro, por tanto, que el problema de la fe se plantea (y se resuelve) desde puntos de vista muy distintos, en el caso de Pablo, por una parte, y en la mentalidad de los sinópticos, por otra. Pablo ve la fe como un acto religioso y trascendente, en tanto que Jesús (según los sinópticos) entiende la fe como una experiencia humana, que no depende ni de la ortodoxia o rectitud de las creencias, ni de la condición de persona justa o pecadora, ni de la búsqueda de la salvación que escapa al juicio y la condena de Dios. Cuando Jesús habla de la fe, su preocupación es la confianza y la convicción que tienen los que sufren, los excluidos y despreciados, de que precisamente en Jesús encuentran el remedio para sus penas y, en general, para la dureza que con frecuencia tiene la vida para el común de los mortales.
Ahora bien, si Pablo entendió y vivió la fe de forma muy distinta a como la entendió y la vivió Jesús, eso quiere decir obviamente que la cristología de Pablo difiere, en cuestiones muy fundamentales, de la cristología que presenta el Evangelio. Como voy a explicar ahora, estas cuestiones son tres: 1) la pregunta por la religión; 2) la pregunta por Dios; 3) la pregunta por la salvación.
La pregunta por la religión
Es evidente que Pablo, desde el momento en que centró su vida en Jesucristo resucitado, no pudo vivir la religión de Israel (en la que había nacido y se había educado) como la había vivido mientras estuvo aferrado al fariseísmo. Pablo siguió creyendo en el Dios de Israel. Pero su forma de relacionarse con ese Dios no fue la misma que la de un israelita normal de aquel tiempo. Más aún, cualquiera entiende que Pablo - como tantos hombres religiosos de la Antigüedad - tuvo que vivir su adhesión a Jesús desde una conflictividad que nadie puede saber si alguna vez llegó a superar. Me refiero a lo siguiente: ¿cómo un judío profundamente religioso pudo entender, asimilar e integrar en su vida a un hombre (Jesús) que había sido rechazado, condenado y asesinado por la religión? Por supuesto, el problema que se oculta detrás de esta pregunta no fue, ni es, cosa sólo de Pablo. Es asunto de todos los hombres religiosos, que intentan ser fieles, al mismo tiempo, a su religión y al Evangelio de Jesús. Es, sin duda alguna, uno de los problemas más serios que se le plantean a todo creyente en Jesús. Pero ahora no voy a entrar más a fondo en este asunto. De momento, me limito a indicar el problema.
Por supuesto, Pablo vivió este conflicto. Y es justo empezar diciendo que, hasta donde pudo, lo afrontó y lo resolvió con sorprendente profundidad. Lo más llamativo, en este sentido, es su clarividente enseñanza sobre la libertad de la Ley. Por más que haya textos en los que Pablo afirma que “la Ley es santa” (Rom 7, 12. 16), es indudable que, para Pablo, la Ley tiene un carácter negativo: “El hombre no se justifica por las obras de la ley” (Gal 2, 16. 19; cf. Rom 3, 20). Por tanto, la Ley queda excluida como medio de salvación (cf. Rom 7, 7). Hasta el punto de que cabe preguntarse si la Ley está en el ámbito de la salvación o es, más bien, un poder maligno (J. Gnilka, 1998, 75). Lo es. En cuanto que el observante de la Ley, pensando que se relaciona bien con Dios, en definitiva lo que hace es replegarse sobre sí mismo en cuanto que pretende justificarse ante Dios por su propio esfuerzo (cf. Rom 3, 10). Cosa que no es sino un engaño y, en definitiva, un fracaso. Por eso, Pablo afirma tajante: “Cristo es el fin de la Ley” (H. Hübner, 1980, 125). Es decir, con Cristo la Ley (observancias y casuística legal) se terminó, en cuanto que quedó resumida y condensada en lo que la lleva a su plenitud: el amor al prójimo (Rom 13, 10). Y junto a la libertad de la Ley, la transformación del Templo. Sabido es que los primeros cristianos no tenían ni templos, ni capillas, ni edificios sagrados. Celebraban sus reuniones en las casas (Hech 2, 2. 46; 8, 3; 19, 7-8; Rom 16, 5: 1 Cor 16, 19; Col 4, 15; Flm 2). Lo mismo que las casas eran el lugar habitual de encuentro y oración comunitaria. Hasta el punto de que la “casa” era denominada la “iglesia” (1 Cor 16, 19). No se trata del simple edificio como tal, sino de la familia y de los demás cristianos que allí se reunían y a los que con frecuencia la protectora o patrona (prostatis) de la iglesia doméstica era una mujer (Rom 16, 1) (R. Aguirre, 2009, 89). Y es que, llevando este planteamiento hasta sus últimas consecuencias, Pablo participa del pensamiento del cristianismo naciente, para el que el verdadero templo donde habita Dios es la comunidad creyente. El templo de los cristianos no es ya un edificio construido por manos humanas (Ef 2, 19-22). Porque el Nuevo Testamento no reconoce otro templo que la comunidad humana de los creyentes (1 Cor 3, 16. 17; 6, 19; 2 Cor 6, 16; Ef 2, 21). Pablo reafirma el principio radical según el cual lo sagrado no está en un edificio o en un espacio material. Lo “sagrado” está en cada “ser humano”.
Pero el pensamiento de Pablo llega más lejos y es más radical, en cuanto se refiere a su posicionamiento ante la religión y ante Jesús. No se trata sólo de que rechaza la observancia de la ley y el espacio sagrado, es decir, desmonta la Ley y el Templo, en cuanto que son los dos pilares básicos de la religión. Además de eso, Pablo saca el culto religioso de los rituales y ceremonias del templo, del altar, sus liturgias y sus sacerdotes. Y, en lugar de todo eso, sitúa el culto cristiano en la vida cotidiana del mundo. Es la tesis revolucionaria que plantea Pablo en Rom 12 (E. Käsemann, 1960, 165-171). El texto capital está en Roma 12, 1, donde Pablo establece que el “culto razonable” (latreía logiké) de los cristianos ya no consiste en “ceremonias externas”, sino que es el culto que se sitúa en la “mente y la razón” (M. Zerwick). Lo que significa que la persona entera hace lo que agrada a Dios en su vida toda. De forma que así se abandona para siempre el Temenos (santuario) cultual, el espacio puesto aparte, separado del resto de la vida (M. Fauquier, J. L. Villette, 2000, 36-40), que era el lugar característico de la verdadera veneración de Dios en toda la Antigüedad no ilustrada por la filosofía clarividente. Así, los templos y los lugares santos pierden su sentido y su significación ante la mirada última (escatológica) de quienes están siempre “en presencia de Cristo”. Y es a causa de esta nueva situación, ante Dios (coram deo), como Pablo hace de la vida “pretendidamente profana” el lugar de glorificación sin límites de lo que Dios quiere. Lo cual, a su vez, significa que el conjunto de la comunidad cristiana es, con todos su miembros, responsable de tal culto. Esto supone la desaparición de las funciones sagradas y, por eso, de las personas que poseían el privilegio de realizar el culto. Tales personas perdieron así su derecho de existir. No queda en pie más culto que el servicio del amor a los demás (E. Käsemann, 1960, 268-169). A partir de Cristo, nada hay profano (Rom 14, 14), sino lo que el hombre hace profano al “satanizarlo”. Donde hay humanidad y amor, en eso está lo sagrado.
Y todavía, una observación capital: la liberación de la Ley, del Templo y del Culto religioso, en el pensamiento de Pablo, es consecuencia lógica de la acción de Jesucristo. En cuanto que es el acontecimiento de Jesús Mesías el que permite “la liberación de la Ley” (D. Jaffé, 2009, 163). Pablo lo dice así expresamente repetidas veces (Gal 1, 16; 3, 13; 4, 4; Rom 7, 4). Paralelamente, si las comunidades se reunían en las casas (y no en un templo o local sagrado), la razón está en que los cristianos han sido bautizados en Cristo (1 Cor 1, 17). Y, lo que es más radical, la comunidad cristiana es la construcción del templo del Señor Jesús (Ef 2, 19-22). Por último, el Culto religioso es el culto que se realiza y se expresa en la vida toda porque la comunidad cristiana forma un solo cuerpo en Cristo, en el que todos se unen en uno (Rom 12, 4-5). Al hacer estas observaciones, lo que se pretende es caer en la cuenta de que la supresión, o más exactamente la sustitución de la Ley, del Templo y del Culto religioso son elementos determinantes de la cristología de Pablo. Porque fue precisamente la fe en Cristo el factor determinante del abandono de la Ley, del Templo y del Culto religioso, tal como el propio Pablo los había asimilado y vivido en el judaísmo. Pablo tenía conciencia clara de que, a partir de Cristo, la religión había quedado radicalmente transformada y renovada.
Así las cosas, lo más razonable es afirmar que la pregunta por la religión quedó resuelta definitivamente por Pablo, en cuanto que despojó al hecho religioso de Ley, de Templo y de Culto. ¿Quedaba algo más por desmontar? ¿Había que cambiar algo más? ¿No era ya suficiente?. Aún quedaba el paso decisivo. Pero fue un paso que Pablo nunca dio: me refiero al paso, al salto en el vacío, que representa afrontar el problema de Dios. Como es lógico, la religiosidad de Pablo estuvo fuertemente condicionada por el judaísmo helenista de su tiempo. Pero no sólo eso. Lo más importante es que Pablo afirma sin titubeos: “yo sirvo al Dios de mis padres, conservando mi fe en todo lo que está escrito en la Ley y en los Profetas” (Hech 24, 14). El “credo” teológico fundamental de Pablo estaba, pues, determinado por la fe y la fidelidad al Dios único de Abrahán, el “Dios del padre”, al que se refieren las tradiciones de los patriarcas (R. De Vaux, 1975, 268-273), el Dios vivo y verdadero, frente a los dioses de las religiones paganas, como lo reconocieron dos de los máximos representantes del judaísmo de entonces, Filón (Spec. Leg.1, 208) y Josefo (Ant.8, 91; 4, 201) (U. Schnelle, 2003, 56). Cosa que el mismo Pablo reconoce (1 Tes 1, 9 s). Por tanto, no parece exacto afirmar tranquilamente que Pablo, cuando elabora su teología personal, no depende del judaísmo (E. P. Sanders, 1977, 431 ss; S. Légasse, 2005, 54). Precisamente, uno de los problemas más serios, que presenta la cristología de Pablo, radica en que, al ser su idea de Dios, no la que se nos reveló en Jesús, sino la que él conservó siempre aprendida en la tradición de Abrahán, su comprensión básica y fundamental de Cristo (y de la misión de Jesús) no se elaboró desde el Evangelio, sino desde la teología del Antiguo Testamento. Y aquí es decisivo caer en la cuenta de que, al llegar a este punto, estamos tocando uno de los problemas capitales, no sólo de la cristología, sino de todo el cristianismo y de su presencia en la historia.
Para comprender lo que aquí trato de explicar, lo más revelador es ir derechamente al fondo del problema. Se trata del problema que representa la “interpretación” que Pablo le da a la muerte de Jesús. Porque es precisamente en la interpretación de la muerte de Cristo donde se ve con más claridad la idea que Pablo tenía (y enseñaba), no sólo de Dios, sino además de toda la cristología. En efecto, como sabemos, Pablo interpreta la muerte de Cristo, ante todo, como el medio que Dios necesitó para conceder a los pecadores la “justificación” (Rom 3, 21-28). Pero, dando un paso más, Pablo añade que la muerte de Jesús Mesías es el “sacrificio expiatorio” que nos obtuvo el “rescate” y, mediante el rescate, la “salvación” (Rom 5, 1-11). Ahora bien, desde el momento en que Pablo introdujo en las comunidades cristianas primitivas esta interpretación de la muerte de Jesús, la idea de Dios y la vida de Jesús se vieron radicalmente modificadas. Porque, según los evangelios, la muerte de Jesús en la cruz fue la consecuencia de una forma de vivir, mientras que, según la interpretación de Pablo, la muerte en la cruz fue el sacrificio religioso que Dios necesitaba para justificar a los pecadores mediante la sangre de Cristo. En el relato evangélico, el responsable de morir colgado de una cruz fue el propio Jesús, mientras que, según la explicación de Pablo, la muerte de Jesús en la cruz fue decisión del Padre. En el primer caso, lo que se destaca es la libertad y la coherencia de Jesús. En el segundo caso, lo que queda patente es la obediencia de Cristo al designio del Padre. Dicho con otras palabras, según los evangelios, Jesús fue un profeta ejemplar, mientras que, según Pablo, Jesús fue una víctima religiosa.
Aquí es importante caer en la cuenta de que la consecuencia más grave, que se sigue de la interpretación de Pablo, afecta sobre todo a nuestra idea de Dios. Como se ha dicho muy bien, cuando Pablo escribe en Rom 3, 25 que “Dios nos puso delante (a Cristo) como lugar donde, por medio de la fe, se expían los pecados por su propia sangre”, hace referencia a Cristo, que soporta, a título vicario, la ira desatada de Dios sobre todos los pecadores (Rom 3, 18-20). Sobre el Crucificado ha recaído el juicio destructor de Dios. No es posible dejar de lado esta idea de expiación, escandalosa para personas de mentalidad moderna, pero que ahí está, expresada en textos del Nuevo Testamento. Pablo llega a decir que Dios, con la muerte de Jesús, condenó “el pecado en su carne” (Rom 8, 3), o que Jesús se hizo “maldición” (Gal 3, 13) y “pecado” (2 Cor 5, 21) por nosotros (G. Theissen, 2002, 179). Es verdad que Pablo no se limita a decir que Cristo se hizo “expiación”, “maldición” y “pecado”. Para Pablo, la muerte expiatoria de Jesús es además “justicia” (Rom 3, 26; 2 Cor 5, 21) y “bendición” (Gal 3, 14). Pero también es cierto que el Dios en el que piensa Pablo es un Dios justiciero que concede la bendición a quienes pasan por el trámite sobrecogedor de la maldición. Es la Ley que, con una frase lapidariamente trágica, quedó esculpida en la piedra dura de la teología, según la tajante afirmación de la carta a los hebreos: “sin derramamiento de sangre no hay perdón” (Heb 9, 22). Nos encontramos así enfrentados de lleno a la extraña práctica del “sacrificio religioso” en su interpretación más violenta. Porque no se trata sólo del sacrificio de “oblación” o del sacrificio de “comunión”, sino sobre todo del sacrificio de “agresión” (G. Theissen, 2002, 187-189), que, en su formulación más fuerte, supone siempre una destrucción que recae sobre el más débil, es decir, se trata de un sacrificio de agresión a un indefenso (W. Burkett, 1972). Y así fue, efectivamente, la muerte violenta que tuvo que soportar Jesús. No otra cosa era, en la cultura del Imperio, la muerte en una cruz (H. W. Kuhn, 1990, 717).
Ahora bien, esta realidad tan brutal, se puede leer y pensar de dos maneras: 1) como el relato de un hecho histórico; 2) como la interpretación de un acontecimiento teológico. Lo primero es lo que hacen los evangelios, que ven la pasión y la muerte de Jesús como el desenlace final de una serie de enfrentamientos y conflictos que tuvo que soportar el propio Jesús ante las autoridades religiosas. Lo segundo es lo que hace san Pablo, que interpreta la pasión y la muerte de Jesús como el sacrificio religioso de la víctima expiatoria que Dios necesitó para reconciliarse con los pecadores, y así otorgarles la justificación, la redención y la salvación trascendente. Esto quiere decir que, para los evangelios, la muerte de Jesús representa la ejemplaridad de un profeta, mientras que para Pablo, la muerte de Jesús representa el sacrificio religioso de una víctima. El problema que aquí se plantea es que los escritos de Pablo se difundieron entre las comunidades cristianas de la Iglesia naciente unos quince o veinte años antes de que se conocieran los evangelios, al menos en su redacción definitiva, la que ha llegado hasta nosotros. Esto supuesto, resultó inevitable que, en los mismos evangelios, se introdujeran expresiones, que mezclan el “relato histórico” de lo que allí ocurrió, con la “interpretación teológica” de lo que Pablo pensó y difundió como hecho central del acontecimiento cristiano. Por ejemplo, en el relato de la última cena, las palabras de Jesús sobre el cáliz se refieren a la sangre “que se derrama por todos” (Mc 14, 23 b) “para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28). Lo cual indica claramente el valor expiatorio del sacrificio religioso que, a juicio de Pablo, fue la muerte de Jesús (U. Luz, 2005, 178). Con lo que la redacción de los evangelistas pone en boca del Jesús histórico lo que, algunos años después de la resurrección, Pablo elaboró como interpretación y explicación teológica de lo que, a su juicio ocurrió cuando murió Jesús.
Dicho esto, se comprende el problema que muchos cristianos tienen a la hora de entender correctamente, no sólo la pasión y la muerte de Cristo, sino además el “por qué” y el “para qué” de esa pasión y esa muerte. Pero, sobre todo, lo que a mucha gente le resulta más difícil es entender a Dios. Porque, estando así las cosas, la tremenda cuestión que urge resolver es ésta: ¿Dios quiere el sufrimiento humano o lo que Dios quiere es la lucha contra el sufrimiento de los humanos? En el primer caso, nos damos de frente con el “dios vampiro” del que habla F. Nietzsche. En el segundo caso, nos encontramos con el Dios que se nos dio a conocer en su Hijo (Jn 1, 18), el Padre de Jesús que amó a los humanos hasta el fin (Jn 13, 1).
Ha sido necesario llegar hasta aquí para encontrar la correcta respuesta a la pregunta por la Religión. Téngase en cuenta que el centro de los rituales religiosos, desde la religión más antigua que se conoce - la religión de Mesopotamia -, es el “sacrificio”, ya que era considerado como el don por excelencia, el acto de generosidad, para beneficio de la divinidad (J. Bottéro, 2001, 153). En otras religiones, el sacrificio es central porque se ve en ese rito de sufrimiento y muerte la “repetición ritual” de la creación (M. Eliade, 2000, 493). En la religión de Israel, por más que hubo excelentes intentos para superar la nuda materialidad del ritual, no se llegó a la entera espiritualización de la ceremonias de sacrificio. Sin embargo, ya se apunta la primacía del “sacrificio de alabanza” sobre el “sacrificio material” (Sal 141, 2) (G. Von Rad, I, 1969, 451). El Evangelio, recogiendo la prolongada denuncia de los profetas de Israel contra los sacrificios y el culto, establece netamente la tesis que define el pensamiento de Jesús: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9, 13; cf. Os 6, 6). La tesis que radicaliza la carta a los hebreos: el sacrificio que agrada a Dios es la solidaridad y hacer el bien (13, 16). Sin duda, Pablo quiso llegar a la supresión del sacrificio ritual, como lo demuestra su posicionamiento firme y radical al hablar del culto que agrada a Dios (Rom 12, 1), como ya he explicado. Pero, en su interpretación de la muerte de Cristo como el sacrificio que aplaca a Dios, dejó abierta e incluso justificada la convicción que siempre han defendido los teólogos y que ha encontrado un buen exponente en René Girard: “La victoria de Cristo no tiene nada que ver con la de un general victorioso: en lugar de infligir su violencia a los demás, Cristo la sufre” (R. Girard, 2002, 182). Una afirmación que nos parece coherente y sublime. Pero que entraña una dificultad insuperable. Porque, a fin de cuentas, eso nos viene a decir que fue necesario el sufrimiento y la muerte, es decir, Dios quiso el sufrimiento y hasta necesitó el sufrimiento. O sea, fue Dios mismo el que decretó el sufrimiento y la muerte. Lo cual ha quedado como triste herencia y marca de una fe religiosa que, en definitiva, les exige a los creyentes aceptar a un Dios violento y cruel. Un Dios ante el que el amor no tiene más remedio que ser vivido como resignación, aguante y paciencia. Y es que un Dios, como el de Pablo, que necesita un “ chivo expiatorio”, termina siendo un Dios violento, que justifica las violencias de la religión (R. Schwager, 1978, 89 ss).
La pregunta por Dios
Es un lugar común hablar de la “conversión” de Pablo en su camino hacia Damasco. Y es verdad. A partir de lo que allí sucedió, es evidente que Pablo cambió radicalmente de mentalidad y de vida. Pero, ¿se modificó también radicalmente su idea de Dios y su experiencia de Dios? Quiero decir, ¿siguió Pablo creyendo en el Dios de Israel o empezó a ver a Dios de otra manera? Está fuera de duda que el Dios, del que habla Pablo, al explicar el tema central de la justificación por la fe, es el Dios de Abrahán (Rom 4, 1-22; Gal 3, 6-9. 18). El Dios “de nuestros padres”, el Dios de las promesas hechas a los patriarcas, como diría cualquier buen israelita. En este sentido, es correcto decir que Pablo no experimentó conversión alguna y siguió siendo fiel a la fe de Israel. Es verdad que, a partir de su “conversión”, cuando Pablo habla de la fe, se refiere a la fe que nos justifica. Y esa fe es la fe “de Jesucristo” o “en Jesucristo” (Rom 3, 22; Gal 2, 16; 3, 22; Fil 3, 9). Pero no es menos cierto que Pablo entiende la fe como “la fe de Abrahán” (Rom 4, 16 b; cf. Gal 3, 7). De forma que, para Pablo, “los hombres de fe” son los que “reciben la bendición con Abrahán el creyente” (Gal 3, 9). Está claro, por tanto, que Pablo entendía y vivía su fe de forma que las creencias religiosas se interpretan, no sólo a partir de Jesús, sino también desde la vida y el ejemplo de Abrahán.
Esto supuesto, resulta evidente que, para Pablo, el Jesús terreno no se puede identificar con Dios, el Dios en el que creía Abrahán. Sabemos, por supuesto, que, por la resurrección, Jesús “fue constituido Hijo de Dios, Mesías y Señor nuestro” (Rom 1, 4). ¿Significa esto que ya en Pablo está claramente formulada la definición del concilio de Nicea, del 325? Hasta ahora, que sepamos, nadie ha podido llegar a responder afirmativamente a esta pregunta. Y por más que Pablo utilice los títulos de “Hijo de Dios” y “Señor”, para aplicárselos a Cristo Resucitado, nunca deberíamos olvidar (como está bien demostrado) que el paralelismo entre los cultos al emperador y a Cristo es sorprendente: los términos y expresiones siguientes eran, en aquel tiempo, aplicados frecuentemente a ambos: “dios”, (theos), “Hijo de dios”, “dios manifiesto”, “señor” (Kyrios), “señor del mundo entero”, “salvador del mundo”... (K. Hopkins, 1978, 198). Con todo y como es lógico, mientras que la cultura romana aplica tales títulos a un hombre de la tierra, Pablo los aplica al Señor del cielo. En todo caso, es incuestionable que a Pablo jamás se le ocurrió identificar al Jesús histórico con el Dios y Padre Trascendente.
Y sin embargo, Pablo sabía que el Jesús terreno condicionó definitivamente y para siempre nuestra posible comprensión de Dios y, por tanto, nuestra idea de Dios. La prueba más clara de esto la tenemos en tres textos de Pablo que dan que pensar en este sentido:
1) En la primera carta a los corintios, Pablo hace mención de Jesús el Mesías como “portento de Dios” y “sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 24). En este caso, sin duda alguna, Pablo se refiere al Jesús terreno, puesto que habla del Crucificado. Pues bien, en ese contexto, Pablo afirma que Jesús crucificado es la “locura (morós) de Dios” y la “debilidad (asthenés) de Dios” (1 Cor 1, 25). Sean cuales sean los matices que haya que poner a la “locura” divina y a la “debilidad” divina, lo que está fuera de duda es que un Dios del que, al recordarlo, se puede hablar de locura y debilidad, evidentemente ése no es el “Altísimo” (Sal 91, 1; 92, 2; Is 57, 15; Lc 1, 32), ni el “dueño de los tiempos y la historia” (Is 44, 6; 48, 12) o simplemente el Dios poderoso, guerrero y violento del que nos hablan no pocas tradiciones del A.T..
2) Por otra parte, Pablo afirma que el “Mesías glorioso” es “imagen de Dios” (2 Cor 4, 4), es decir, no se trata de que Jesús es Dios, sino que, como explica la carta a los colosenses, “el primero de la creación” (protótokos), por tanto, “creatura” como los demás humanos, ése es la “imagen de Dios” (Col 1, 15). Os sea, el “Dios Altísimo” tiene su imagen, su verdadera representación, en un ser humano. Un ser, por tanto, que si es creado, y por más que haya sido glorificado, ni es ni puede ser Dios. De ahí que, con toda razón, se puede (y se debe) afirmar que, en el hombre Jesús de Nazaret, Dios “se humaniza”. Si la “imagen” de Dios es un ser “humano”, entonces o cabe duda de que, se explique como se explique, Dios se ha “humanizado”. Es verdad que esta lectura de Col 1, 15 es posible hoy; y es la más razonable en este momento. Después explicaré hasta qué punto este texto precisamente dio pie, a los padres de los siglos III y IV, para deducir de él un significado exactamente inverso.
3) Y lo más fuerte de todo: en el conocido himno de la carta a los filipenses, Pablo llega a superar todo límite mental y toda mesura expresiva al hablar de la kenosis de Dios (Fil 2, 6-7). La palabra griega kenos significa “vacío”, el verbo kenoô significa “vaciar”. Pablo, por tanto, afirma que Cristo es un “Dios kenótico”, un Dios “vaciado de Sí mismo”, una fórmula tan extraña que, con toda razón ha habido quien se ha preguntado: “¿Qué demonios, o qué ángeles, es la “forma de Dios” que se vacía en lo contrario, la “forma de esclavo”?” (J. D. Crossan, J. L. Reed, 2006, 348). Al decir esto, no se trata de una expresión literaria o de una fórmula ingeniosa. Aquí nos enfrentamos a algo que nos produce sobrecogimiento. Nos enfrentamos a un hecho histórico: en la cultura del Imperio resultaba enteramente impensable que el emperador, como los dioses, pudieran alejarse, desprenderse, descender de su elevada categoría y dignidad. Porque “la servidumbre propia de tan elevadísimo rango consiste en no poder ser menos importante” (“est haec summae magnitudinis servitus non posse fieri minorem”), le decía Séneca a Nerón (De clementia III, 6, 2 s) (G. Theissen, 2005, 310). Pero más fuerte que el hecho histórico es el hecho teológico: cuando Pablo habla de kenosis, ¿afecta ese despojo solamente a Cristo o es un vacío que atañe también a Dios? Sin duda alguna, el que se despoja de su rango es Dios. Evidentemente, este despojo no se puede interpretar en el sentido de que Dios, durante la vida terrena de Jesús, dejó de ser Dios. Nadie en este mundo puede afirmar semejante cosa. Porque nadie en este mundo conoce el ser mismo de Dios, ya que el ser de Dios es trascendente y, por tanto, no está a nuestro alcance. Lo que Pablo dice es que la morphé Theoú se cambió en morphé doúlou (Fil 2, 6-7). Esto no quiere decir que la “apariencia” de Dios se transformó en “apariencia” de esclavo (J. Schneider: TWNT, 5, 197, 21 s). Ni tampoco significa que la “esencia” de Dios se hizo “esencia” de esclavo (E. Käsemann, 1978, 95). La palabra griega morphé significa “forma” o “manifestación visible” (W. Pölmann, 2002, 331-334). Por tanto, Pablo quiere decir dos cosas: a) que de Dios, sólo podemos conocer su manifestación, es decir, cómo se hace presente en este mundo: b) que el Dios, que se nos da a conocer en Jesús (el Dios que nos reveló Jesús), sólo se hace presente en “forma de esclavo”. O sea, Dios ha renunciado definitivamente a toda grandeza, a toda majestad, a toda expresión de poder. A Dios se le encuentra en lo que puede representar un esclavo en este mundo: la renuncia total a toda sacralidad, a todo privilegio y a toda distinción. En la medida en que nos acercamos a esas realidades, nos acercamos a Dios. Andan, por tanto, desorientados todos los que (por más que sean sacerdotes, obispos o papas) pretender aparecer en este mundo como “representantes” de un Dios que ya no puede ser representado sino en el vacío y el despojo de los últimos y “los nadies” de este mundo. Y todavía, algo que es fundamental: la exaltación de la que habla Pablo a continuación (Fil 2, 9-11) no es la anulación de la kenosis, para que todo quede como estaba antes. Ni es el premio que el Padre le concede a su Hijo. Es la afirmación solemne de que la presencia de Dios “en forma de esclavo” es la forma que Dios asume de forma definitiva y sin posible vuelta atrás. Porque es la forma humillada del que no puede ni pretender imponerse a nadie lo que Dios ha exaltado para siempre.
Así pues, la pregunta por Dios queda provocativamente contestada en la teología de Pablo: el Dios de los patriarcas, el Dios de Abrahán, ya no es alcanzable, ni conocible, sino en Cristo, en el Jesús crucificado. De forma que el retorno a la gloria y al señorío de Dios no viene sino a decirnos que, a partir de la kenosis de Dios en Jesús, a Dios solamente podemos conocerlo y relacionarnos con él en la humanidad, es decir, en la kenosis misma. Por tanto, el movimiento de retorno del Cristo kenótico al Dios kenótico nos viene a decir que Dios sólo es alcanzable en lo kenótico, que es tanto como decir en lo mínimamente humano, lo que es común a todos los humanos. A Dios ya no es posible encontrarlo en el poder, la majestad, la grandeza, el privilegio o la dignidad de lo sagrado, lo santo y lo numinoso (R. Otto). Al Dios de Jesús (y de Pablo), sólo es posible encontrarlo en “lo kenótico”, el profundo vacío del esclavo, el hombre privado de toda dignidad y de todo derecho, que, si escapaba de su dueño en busca de la libertad y dignidad de los ciudadanos libres, no le esperaba sino la flagelación o la marca con un hierro candente, las minas o las galeras, la arena del circo o la cruz (J. D. Crossan, J. L. Reed, 2006, 139). Encontrar a Dios en “lo kenótico” es encontrarlo en “lo simplemente humano y nada más que humano”.
La pregunta por la salvación
El tema de la salvación es tan central y determinante, en la teología cristiana, que, si prescindimos de este concepto, es decir, si organizamos una teología que no estuviera pensada para explicar la salvación, por eso mismo - y por eso sólo -, esa teología perdería su razón de ser, carecería de sentido y no sabría estructurar un pensamiento coherente ni sobre Jesucristo ni sobre el mismo Dios. Por esto se explica la cantidad de términos que amontona el Nueva Testamento para hablar de este asunto: lýo, “desatar”; katalýo, “romper”, “liberar”; apolýo, “soltar”, “dejar en libertad”; lýtron, “rescate”; antílytron, “rescate”; lytróo, “redimir”; lýtrosis, apolýtrosis, “redención”, “liberación”; lytrôtés, “redentor”, “liberador”; rhýomai, “salvar”; sôzo, “salvar”, “redimir”; sotería, “salvación”, “salud”; sôter, “salvador”, “redentor”. Pero resulta que la teología cristiana de la salvación, que es el centro para explicar el encuentro del hombre con Dios, tal como esa acción salvadora es presentada por Pablo, resulta ser también el gran problema en el que los humanos tropezamos para poder comprender y aceptar semejante salvación.
Que la existencia de Jesús en este mundo se explica porque él es el Salvador, que nos ha traído la salvación, es algo tan claro y fundamental en todo el Nuevo Testamento, que no parece necesario repetir aquí de nuevo lo que todos los manuales de cristología demuestran con sobrada argumentación bíblica y de la tradición cristiana. El problema está en responder a dos cuestiones enteramente básicas: 1) ¿De qué nos ha salvado Cristo? 2) ¿Cómo nos ha salvado? La respuesta, que las teologías clásicas han dado a estas preguntas, se puede resumir diciendo que Cristo nos ha salvado del pecado y de la condenación por la acción que el mismo Cristo ejerció sobre Dios. Esta acción consistió en la muerte en cruz, que fue aceptada por Dios como un “sacrificio religioso” mediante el cual el mismo Dios, apaciguado en su cólera, dejó de estar irritado contra nosotros, los pecadores. Así, Dios nos perdona y nos devuelve su amor. Lo cual obviamente quiere decir que la eficacia de la salvación se atribuye a una acción (la muerte de Cristo) que sube de la tierra al cielo y que cambia a Dios (K. Rahner, 1979, 331). Pero ocurre que esta explicación de la salvación tiene el inconveniente de que viene a decir, en definitiva, que la acción salvadora es una acción que se ejerce sobre Dios para doblegar su actitud, lo que suena a una especie de interpretación “mitológica” (K. Rahner, 1979, 343). Pero no sólo eso. A mi manera de ver, como se ha dicho muy bien, la salvación (así entendida) viene a ser una acción divina (el sacrificio del Hijo al Padre) que resulta ser un “ajuste de cuentas” entre Dios y Dios, de manera que los hombres recibimos los beneficios de esa salvación a modo de consecuencia y en forma de gracias sobrenaturales e invisibles. De donde se sigue que, si efectivamente la salvación se realizó de esa manera, la intervención humana del hombre Jesús queda marginada, por no decir anulada (B. Sesboué, 1991, 267-268).
De lo dicho se sigue una consecuencia problemática. Y es que, si la salvación se realizó y se sitúa en el orden sobrenatural, divino e invisible, las consecuencias visibles y patentes de tal salvación pueden quedar también fuera de nuestro alcance. Cosa que cualquiera advierte sin dificultad. Porque, en definitiva, ¿en que se nota que estamos salvados? ¿se advierte alguna diferencia entre quienes aceptan la salvación y se creen salvados y los que no creen en eso ni lo aceptan? Según la teología de Pablo, la salvación se obtiene “por la fe” (Rom 1, 16; 10, 1-4. 9-10. 13; 13, 11; 1 Cor 1, 21; 15, 2; Ef 2, 8; Fil 1, 27-28). Pues bien, si esto es efectivamente así, ¿se puede decir que sociológicamente los países cristianos viven de forma que en ellos se advierte algún tipo de salvación que no se nota en absoluto en los demás países del mundo? ¿O es que la salvación es efectivamente una realidad sobrenatural e invisible, sin ninguna forma de presencia en este mundo?
Estamos, pues, ante preguntas incómodas. Pero la cosa se complica mucho más si tenemos en cuenta que, el criterio de Pablo es que la salvación se obtuvo mediante el “sacrificio de la cruz”. Lo cual quiere decir que, para concedernos perdón y salvación, Dios exigió y necesitó sufrimiento y muerte. Cuando los cristianos decimos que Cristo sufrió y murió por nuestros pecados, lo que en realidad estamos diciendo es que creemos en un Dios que, para aceptarnos y querernos, tuvo que “clavar en la cruz” el documento que contenía los preceptos de la Ley y en el que constaban nuestro pecados (Col 2, 13-14). Es una imagen tan atrevida como patética. Pero que en realidad viene a afirmar que la decisión del Padre fue clavar a su Hijo en la cruz. Y con su Hijo, clavar allí nuestras maldades, para “perdonar nuestros delitos” (Col 2, 13 b). El Dios del que habla Pablo, cuando se refiere a la “salvación-redención”, resulta sobrecogedor. Porque es el Dios que “no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32). Un padre que necesita la muerte de su hijo, por mucho misterio con el que lo queramos recubrir o maquillar, resulta inaceptable para cualquier ser humano que no haya llegado hasta el extremo de su propia deshumanización. En definitiva, al explicar de esta manera el acontecimiento de la salvación, lo que Pablo hace es (sin pretenderlo) reproducir el Dios violento, tan “santo” como “peligroso”, del que nos hablan las tradiciones del Antiguo Testamento (R. Schwager, 1994, 64 ss).
Como ocurre con el tema de la fe, al hablar de la salvación, el contraste entre los evangelios y Pablo es patente. Mientras que para Pablo, como acabamos de ver, la salvación es un acontecimiento religioso y sobrenatural, que es indemostrable y del que no tenemos constancia, en los relatos de los evangelios, la salvación es un acontecimiento secular y humano, que es perfectamente palpable, ya que consiste en remediar o, al menos, aliviar el sufrimiento humano. Para los evangelios, en efecto, “salvar” es “sanar y liberar del dolor”. Por eso Jesús, cuando curaba a los enfermos, les decía (utilizando el verbo sôzô, que se refiere a la “salvación”): “Tu fe te ha salvado” (Mt 9, 22; Mc 5, 34; 10, 52; Lc 8, 48; 17, 19; 18, 42), que es sinónimo de: “tu fe te ha sanado”. La salvación de la que habla Pablo es salvación religiosa y sobrenatural. La salvación de la que habla Jesús es salvación profana y terrenal.
Cuestiones que quedan pendientes
Este trabajo no ha pretendido afrontar y responder a todos los problemas teológicos que plantea la cristología del apóstol Pablo. Semejante pretensión rebasaría con mucho los reducidos límites del presente estudio. Por eso, después de lo dicho hasta aquí, me parece importante recoger las cuestiones que, a mi juicio, quedan pendientes a partir de la cristología de Pablo. Estas cuestiones se refieren a Dios, a Jesús, a la moral y al culto.
Sobre Dios. Leyendo las cartas de Pablo, resulta evidente que el Dios en el que siempre creyó el Apóstol, es el Dios de los patriarcas, el Dios de Israel, el Dios que, del henoteísmo, terminó cuajando en el más firme monoteísmo. Pablo, por tanto, creyó hasta el fin de sus días en el mismo Dios en el que pusieron su fe todos los israelitas. Este Dios, Yahvé, como ha sido tan ampliamente estudiado, es un Dios que se caracterizó siempre por el poder (J. Bright, 2003, 222-223). Ahora bien, de este mismo Dios, Pablo afirma que su poder se realizó en la debilidad (1 Cor 1, 25), más aún, en el vacío (kenosis) (Fil 2, 7) y el despojo de toda dignidad que caracterizaba al “esclavo”. Pues bien, si Pablo utilizó este lenguaje en serio y consciente de lo que afirmaba, ¿qué idea de Dios quedó definitivamente en pie como fundamento determinante y específico del cristianismo? En el Credo de la Iglesia (Nicea), se afirma la fe en “Dios Padre Todopoderoso” (DH 125). El Dios de nuestra fe se considera como Padre. Pero se le añade la cualidad de pantokratôr, un término que aparece una sola vez en Pablo (2 Cor 6, 18, que cita 2 Sm 7, 14) y en el Apocalipsis (9 veces). Este término expresa siempre al “Yahvé del poder”, el que está dotado de “poder soberano”, un concepto que la traducción de los LXX toma seguramente del estoicismo del s. III (a.C.) (D.L. Holland, 1973, 256-266). En definitiva, así como en los evangelios el Padre de Jesús es siempre Padre de bondad, en Pablo ese concepto queda indeterminado. Lo que, con el paso del tiempo, dio pie a la imposición, en el Credo oficial de la Iglesia, de la fe en un Dios que poco o nada tiene que ver con el Dios de Jesús.
Sobre Jesús. Pablo presenta a Cristo de forma que está unido inseparablemente a la salvación. Cristo es, ante todo, el “Salvador” (Ef 5, 23; Fil 3, 20). La “salvación” nos viene por medio de Jesucristo (Rom 1, 16; 10, 1. 10; 11, 11; 13, 11; 2 Cor 1, 6, etc). Esto quiere decir que Pablo vinculó la cristología a la soteriología. Lo cual, a su vez, indica que la acción salvadora de Cristo es constitutiva del ser de Cristo. Según esta intuición genial, se puede decir que Cristo no estaba “acabado” ya en el primer instante de su concepción. La vida, la pasión, la muerte y la resurrección son elementos constitutivos de “lo que Jesucristo es”. Pero esta intuición genial de Pablo plantea dos problemas. Ante todo, dado que Pablo entiende la salvación específicamente como salvación eterna y trascendente, existe el peligro de situar el centro constitutivo de la cristología, no en este mundo, sino en el otro mundo; no en la historia, sino en la eternidad. Por tanto, no en los problemas de la tierra, sino en las esperanzas del cielo. Con lo que nuestra comprensión de Jesús quedaría desplazada de esta vida nuestra. Y así es como en realidad ve mucha gente a Jesús: como un ser celestial y divino, y mucho menos (o nada) como un ser de este mundo, que tuvo que superar las dificultades de este mundo; y gozar de las alegrías que son propias de nuestra condición humana. El segundo problema está en que, si Cristo nos salvó mediante su pasión y muerte, “muriendo por nosotros según las Escrituras” (1 Cor 15, 1-3) (E. Schweizer, 1987, 685), esto equivale a decir que Jesús fue un hombre “programado por Dios para sufrir” y cuya tarea central no fue la libertad profética ante los poderes de este mundo, sino la obediencia victimaria ante la implacable decisión de un Dios justiciero (J. M. Castillo, 2004, 151-152).
Sobre la moral. No es posible afrontar aquí los numerosos problemas que, desde la cristología de Pablo, se le plantean a la moral cristiana. Pero hay un tema que, en todo caso, no debe quedar silenciado. Mientras que, según los evangelios, Jesús planteó las exigencia éticas desde la vida que él llevó con el pueblo, Pablo pensó la vida moral desde su experiencia personal, la experiencia del Resucitado (Gal 1, 16-17; 1 Cor 9, 1; 15, 8). Pero la experiencia de Pablo no estaba determinada sólo por su visión del Resucitado, sino también por su educación greco-helenística, como está demostrado ampliamente (U. Schnelle, 2003, 62-69). Concretamente, Pablo estuvo marcado profundamente por el platonismo y el estoicismo. De ahí que sus planteamientos morales estuvieron demasiado condicionados por la “subjetividad”, especialmente por el dominio de las “pasiones” (Rom 1, 26; Col 3, 5; 1 Tes 4, 5), y más concretamente por la victoria sobre los vicios que recrimina en sus litas de pecados y que, a juicio de Pablo, son los que incapacitan para “heredar el Reino de Dios” (1 Cor 6, 9-10; 15, 50; Gal 5, 19-21; Ef 5, 3-5). Cabe pensar que esta mentalidad ética debió tener su influencia en que el mismo Pablo que recomendó la obediencia a las autoridades políticas (Rom 13, 1-7), la discriminación de la mujer y el mantenimiento de la esclavitud, no dudó en centrar la atención de los cristianos en el poder perverso que tiene el “deseo” (Rom 1, 24; 6, 12; 7, 7; 13, 14; Gal 5, 16. 24, etc) (H. Schlier, 1975, 287). La moral cristiana, centrada más en la perfección del sujeto que en el logro de la sociedad éticamente justa, tiene en Pablo un sólido fundamento.
Sobre el culto. Como ya se ha dicho, Pablo entiende el culto cristiano como la latreía logiké, el “culto razonable” (Rom 12, 1), que consiste en la vida misma. Como la carta a los hebreos interpreta los “sacrificios rituales” (thysíai), que son la “solidaridad” y “hacer el bien” (Heb 13, 16). Pablo, por tanto, seculariza el culto religioso. Y sin embargo, sabemos que la Iglesia primitiva practicó dos sacramentos fundamentales: bautismo eucaristía. Pero aquí es fundamental comprender que Pablo interpreta estos sacramentos como “acciones simbólico-proféticas”, es decir, como pautas de conducta referidas a la trasmisión del mensaje (G. Theissen, 2002, 157). Por eso explica el bautismo como un morir como murió Cristo, para vivir una vida nueva, nunca más sometida a la maldad yal pecado (Rom 6, 1-14). Y la eucaristía como una cena compartida que pierde su razón de ser cuando deja de ser la mesa compartida y es ocasión de divisiones y enfrentamientos (1 Cor 11, 17-34). Además, Pablo entiende estos gestos sacramentales, no como “rituales establecidos”, sino como “símbolos tomados de la vida cotidiana”: el lavado, la comida en común, (G. Theissen, 2002, 158-159) que son los símbolos del “culto razonable” que presenta como programa básico del cristiano.
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1 comentarios:
La importancia capital de la crítica a la doctrina judaizante de la Iglesia, radica en que nos aporta los elementos de juicio necesarios para deslindar objetivamente el camino ecuménico. Y darnos cuenta de la felonía moral que cometió San Pablo en sus epístolas al desviar el movimiento cristiano inicialmente laico, hacia la ecumene Abrahámica. Cambiando la __objetividad de los hechos y enseñanzas de Cristo hombre narrados en los Evangelios, como ejemplo para motivarnos a seguirlo practicando el altruismo, el misticismo y el activismo social intensos, a fin de alcanzar la trascendencia humana y la sociedad perfecta__ por la subjetividad de la explicación teológica para seguir a Cristo resucitado, practicando la el culto, el rezo, el rito y la lectura bíblica. Convirtiendo en religión el movimiento cristiano inicialmente laico, con el fin de que los judíos cristianos siguieran cumpliendo la ley de Israel o Torah, y los cristianos no judíos siguieran a Israel sin darse cuenta. http://es.scribd.com/doc/73578720/CRITICA-A-LA-CRISTOLOGIA-DE-SAN-PABLO
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