Una madre marroquí decía ayer en el diario El País: «Si mi hija no puede llevar el velo, nos vamos a Marruecos: nosotros no estamos aquí por hambre.» Está muy bien dicho. El hambre y la necesidad son las cuestiones cruciales. Por hambre no sólo se quita uno el velo sino que incluso aprende catalán: y si en el pasado no lo aprendieron los padres de los charnegos fue porque en el viaje no creían haber cambiado de lengua, o sea de Estado. Las imposiciones de los autóctonos a los recién llegados dependen del hambre y de la ley. Los charnegos venían con mucha hambre pero les protegía la ley de la dictadura. La madre marroquí no tiene que lidiar con el hambre. Podrá esquivar las infamantes condiciones que algunos patrones imponen a los hambrientos; pero su hija no podrá llevar el velo en algunos lugares. Para el caso da igual que el velo quiera llevarlo su hija o la distinguida arabista Martín Muñoz. Es la ley. Y como buena ley no implica sólo a los inmigrantes. La mala ley es aquella que distingue. La que, por ejemplo, libera a los autóctonos del trámite humillante de demostrar sus conocimientos de la lengua o de la historia del lugar donde recalan.
Una buena ley, pero con un defecto de raíz. La de aceptar que los pañuelos son un símbolo religioso y que ésa es la razón por la que se prohibe su uso en algunos espacios públicos. La razón laica, es decir, el Estado, no debe prohibir los burkas, king size o mini, porque sean símbolos religiosos. El Estado laico no debe meterse en esas tegucigalpas. Mañana puedo yo fundar mi religión y presentarme en la escuela con un zapato rojo, simbolo de devoción y entrega a Los Que Pisan Fuerte. Y a ver qué pasa.
La razón por la que el Estado debe exigir neutralidad en el espacio público nada tiene que ver con la filiación del símbolo. Los burkas pueden deberse a la religión, el pudor, el exotismo, la libertad, la socialización, la higiene y hasta la subvención. Cada una de esas razones opera exclusivamente para el portador. Para el consenso laico que el Estado representa y ejerce el burka sólo es un angustioso símbolo de opresión y barbarie. La creencia que lo justifique es indiferente. Los cerebros que organizan cada domingo en el Estadio su habitual brainstorming colectivo pueden ignorar las atrocidades de la cruz gamada que ondean; pero a la razón pública le da igual que se trate de un símbolo político, deportivo o esotérico: es la cruz gamada de Hitler y sus adhesiones no pueden ser celebradas públicamente, porque repugnan.
Quienes han entendido esto con una brillante y ejemplar contundencia son (¡lo que es la vida!) los musulmanes. Que tapan la cara a las extranjeras no por sus creencias. Las de las extranjeras. Sino por sus creencias propias y musulmanas.
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